Caminar se ha puesto hoy de moda entre nosotros, habitantes de los países pletóricos de una riqueza mal repartida. Mover las piernas, dicen los galenos, es bueno para disolver esas grasas malignas que la vida sedentaria acumula en las arterias. Quizá por ello, es mucha la gente que sale ahora al campo a practicar el senderismo. Deporte que ha arraigado con fuerza, a juzgar por el auge de los negocios surgidos en torno a él: desde los comercios que venden artículos ad hoc a las agencias organizadoras de caminatas para aquellos que no saben andar solos por el campo.
Caminar es a todas luces una actividad saludable. Lo que resulta algo chocante es que haya tenido que ser una moda deportiva la que mueva a las gentes a recuperar algo que reside en la propia condición humana: la capacidad de andar erguidos. El bipedalismo, rasgo anatómico diferencial de nuestra especie, impulsó a los homínidos precursores a descender de los árboles. Y sería caminando, sobre todo, como la especie humana logró expandirse por las vastas regiones del planeta.
Hoy, en la vieja Europa y la no tan joven América del Norte se camina por deporte, mientras que en el resto del mundo se camina por la más perentoria necesidad. En la mayoría de los países africanos, una mujer, descalza o precariamente calzada, ha de emprender a diario largas caminatas por un pedregoso sendero para aprovisionarse de agua. La gran paradoja del mundo globalizado se pone de relieve cuando los pasos de la mujer abrumada bajo el peso del cántaro se cruzan con los de una grey de turistas que transitan, ataviados con bizarra indumentaria aventurera, por ese mismo sendero, bajo la égida del guía de alguna de las agencias organizadoras de recorridos exóticos para el senderismo postindustrial.
“Al andar se hace el camino”, dice el poeta. Caminar implica la existencia de vías por las que discurren nuestros pasos. Conforme con el principio de que es la función la que crea el órgano, el trazado de estas vías tuvo su origen en el concurso de sucesivos caminantes pisando las huellas dejadas por los anteriores. Y los primeros siguieron las huellas de las pezuñas de otros seres que, aun no siendo humanos, eran tan animales como nosotros.
Confieso que me invade cierta emoción siempre que transito por alguna de esas atrevidas rutas que posibilitan cruzar las montañas a través de los viejos puertos. Un punto crucial se encuentra en el nudo formado por los pasos de Port Bielh, la Glera o Gourgutes, Picada, Montjoie y Escalette, que constituyeron el principal enlace entre los valles pirenaicos de Arán, Benasque y Luchon antes de la llegada de los transportes motorizados. Por estos puertos han transitado caminantes de toda condición: arrieros, pastores, peregrinos, contrabandistas, guerrilleros y, por supuesto, sus perseguidores: guardias y carabineros. Tuve la suerte de leer por primera vez Walking, de Henry David Thoreau, justo al regreso de una travesía por estos altos collados, cuando Antonio Casado da Rocha me hizo llegar el manuscrito de su magnífica versión de este libro que nos habla del arte de caminar.
Defiendo con ardor la necesidad de conservar y mantener los antiguos caminos. Pero no puedo evitar cierta grima al enterarme de los propósitos de algunas autoridades competentes, como este que cito textualmente: “El Consell Comarcal de la Alta Ribagorça se planteó la recuperación de caminos tradicionales de la comarca, con el objetivo principal de valorizar el patrimonio natural e implicar a los agentes turísticos de la comarca en su difusión y comercialización. En definitiva, se trata de una apuesta para la diversificación y mejora de la calidad en la oferta turística basada en el aprovechamiento de los recursos naturales con un planteamiento sostenible”.
Gran parte de los senderos recuperados con ese espíritu mercantil pierden su carácter en beneficio de los valorizadores que los transforman en “parques temáticos”, amueblados con toda suerte de lindas barandillas de madera y señalizados ad nauseam con profusión de balizas y letreritos indicadores que nos privan del providencial encuentro con los clásicos hitos, esos mojones de piedras amontonadas que constituyen el lenguaje universal de los caminos. En la mayoría de estos senderos también se ha perdido la antigua costumbre del saludo, pues nunca se ha visto que las multitudes tengan necesidad de darse los buenos días.
Con un notable sentido anticipatorio, Thoreau advierte en Walking que “posiblemente llegará el día en el que la tierra se divida en áreas —de recreo, como suelen llamarse— donde sólo unos pocos se recrearán de manera exclusiva pero bien estrecha: el día en el que se multiplicarán las cercas, se inventarán trampas de hombres y otros ingenios para confinarlos al camino público, y en el que a caminar sobre la tierra de Dios lo llamarán allanamiento con alevosía del solar de algún caballero”.
Otra de las grandes contradicciones del senderismo postindustrial proviene de su estrecha alianza con el automóvil. Por lo general, la legión senderista se nutre de urbanitas que buscan un espacio abierto donde aliviar el agobio que producen las grandes ciudades. Pero estas han devorado tanto campo en derredor, que resulta impensable hoy comenzar una excursión en la misma puerta de casa. De manera que, para satisfacer la atávica llamada del bipedalismo primigenio, al urbanita no le queda otro remedio que embarcarse en un automóvil y conducirlo a lo largo de cientos de kilómetros hasta llegar a alguno de los grandes espacios descritos en los catálogos de “propuestas para el ocio”. Terminada la andadura, habrá que ponerse de nuevo al volante del vehículo y rodar otros tantos cientos de kilómetros para regresar a casa.
Reconociendo estas realidades de nuestra época no se pretende sentar plaza de aguafiestas, sino poner los pies sobre la tierra, primera obligación del buen caminante. Con ellos bien asentados, podremos emprender la tarea de vivir el presente. Y una buena manera de hacerlo es defendiendo la libertad y la alegría de andar.
Libertad es una hermosa palabra que, por suerte o desgracia, puede interpretarse en muchos y sesgados sentidos. Si los devotos de Friedrich Hayek tuvieran un verdadero espíritu andariego, comprobarían cómo la cacareada libertad de comercio convierte a los caminos en auténticos senderos de servidumbre. El afán valorizador acaba privatizándolos, y en más de una de estas veredillas se pueden ver carteles con la conminatoria instrucción de “no circular fuera del sendero”. Así, lo que fueron cauces de energía vital se transforman en vías urbanizadas donde la libertad no se engrandece, sino se cercena. Queda reducida a esa clase de libertad que “disfrutan” esos pobres pájaros, ratones o reptiles confinados a vivir encerrados en jaulas domésticas en las que no faltan trampolines, norias y otros jueguecitos de la señorita Pepis.
Si alguna libertad le queda al ser humano en una época en la que ya es difícil gozar contemplando estrellas —la trayectoria de los satélites artificiales perturba la observación—, ésa es la libertad de andar. Y de hacerlo sin prisas, sin agobios, pues la alegría de andar es uno de los muchos gozos que nos ha arrebatado ese modo de vida industrial dominado por la obsesión de la prisa.
En su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, Miguel Delibes, escritor que dejó este mundo hace poco, llamó la atención sobre una de las características que definen la cultura del siglo XX, en el sentido de que “los pies ya no sirven, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado, para desplazarse, sino para acelerar y desembragar. El hombre del siglo XX ha perdido la alegría de andar. Malgasta así, no sólo las riquezas naturales comunes, sino su dinero y su salud”.
Si nos proponemos caminar en serio, emprendiendo rutas de varios días, podremos obtener una notable ganancia de autonomía respecto a los engranajes de un sistema económico engañoso. El viejo Epicuro nos enseñó que la autosuficiencia es un gran bien, y no para que siempre nos conformemos con poco, sino para que nos basten pocas cosas, pues “todo lo natural es fácil de alcanzar y, al contrario, difícil de obtener cuanto es innecesario”. Pongamos un ejemplo: el trabajo realizado al pasar esta página puede estimarse en unos 10-3 julios; el realizado por el corazón humano en cada latido equivale a 0,5 J; el consumo medio diario de energía en forma de alimentos de un ser humano adulto es del orden de 107 J; y la energía liberada al quemar un litro de gasolina equivale a 3 x 107 J.
En otras palabras, una persona puede andar un día entero con la energía que le proporcionan un pedazo de pan y un puñado de nueces, mientras que un automóvil gasta en una hora varios litros de un combustible que necesitó millones de años para acumularse a partir de la energía solar. Como se comienza a admitir por fin, este planeta no cuenta con reservas de energía para satisfacer las exigencias del despilfarro económicamente correcto.
En Walden, Thoreau cuenta que un conocido le espetó: “Me sorprende que no ahorres dinero; te encanta viajar; deberías coger el coche e ir hoy a Fitchburg y ver el país”. En una muestra del más perfecto análisis económico alternativo, el tío Henry desmontó el argumento: “He aprendido que el viajero más rápido es el que va a pie. Le digo a mi amigo: supón que probamos quién llegará allí primero. La distancia es de treinta millas; el billete cuesta noventa centavos. Es casi la paga de un día. Recuerdo que las pagas eran de sesenta centavos por día para los trabajadores de esta misma carretera. Bien, yo parto ahora a pie y llego allí antes que anochezca; he viajado a ese paso toda la semana. Entretanto, tú habrás sacado tu billete y llegarás allí mañana a cierta hora, o posiblemente esta tarde, si tienes la suerte de conseguir un trabajo a tiempo. En lugar de ir a Fitchburg, estarás trabajando aquí la mayor parte del día.”
Caminar, en fin, es algo más que hacer deporte, término con el que denominaban los marineros romanos a los juegos con que entretenían el ocio cuando su nave estaba atracada en el puerto (de portum). “El caminar del que hablo —dice Thoreau— no tiene nada que ver con eso que se llama hacer ejercicio, sino que es la empresa y la aventura del día. Si quieres ejercicio, sal a buscar las fuentes de la vida.”
Busca esas fuentes vitales no el que camina más deprisa, sino aquél que sigue el ritmo que le marca el tambor interno de la conciencia. Nosce te ipsum. Conócete a ti mismo, comenzando por “re-conocer” que también los humanos somos producto de la naturaleza y que sólo reconciliándonos con ella podemos alcanzar la paz. Cuando uno sigue el curso natural de una vida con principios, se convierte en un saunterer. Una profesión cuyo sentido aprenderéis leyendo con atención esas sublimes e intructivas lecciones sobre el arte de caminar que escribió para nosotros el tío Henry.
Hoy, en la vieja Europa y la no tan joven América del Norte se camina por deporte, mientras que en el resto del mundo se camina por la más perentoria necesidad. En la mayoría de los países africanos, una mujer, descalza o precariamente calzada, ha de emprender a diario largas caminatas por un pedregoso sendero para aprovisionarse de agua. La gran paradoja del mundo globalizado se pone de relieve cuando los pasos de la mujer abrumada bajo el peso del cántaro se cruzan con los de una grey de turistas que transitan, ataviados con bizarra indumentaria aventurera, por ese mismo sendero, bajo la égida del guía de alguna de las agencias organizadoras de recorridos exóticos para el senderismo postindustrial.
“Al andar se hace el camino”, dice el poeta. Caminar implica la existencia de vías por las que discurren nuestros pasos. Conforme con el principio de que es la función la que crea el órgano, el trazado de estas vías tuvo su origen en el concurso de sucesivos caminantes pisando las huellas dejadas por los anteriores. Y los primeros siguieron las huellas de las pezuñas de otros seres que, aun no siendo humanos, eran tan animales como nosotros.
Confieso que me invade cierta emoción siempre que transito por alguna de esas atrevidas rutas que posibilitan cruzar las montañas a través de los viejos puertos. Un punto crucial se encuentra en el nudo formado por los pasos de Port Bielh, la Glera o Gourgutes, Picada, Montjoie y Escalette, que constituyeron el principal enlace entre los valles pirenaicos de Arán, Benasque y Luchon antes de la llegada de los transportes motorizados. Por estos puertos han transitado caminantes de toda condición: arrieros, pastores, peregrinos, contrabandistas, guerrilleros y, por supuesto, sus perseguidores: guardias y carabineros. Tuve la suerte de leer por primera vez Walking, de Henry David Thoreau, justo al regreso de una travesía por estos altos collados, cuando Antonio Casado da Rocha me hizo llegar el manuscrito de su magnífica versión de este libro que nos habla del arte de caminar.
Defiendo con ardor la necesidad de conservar y mantener los antiguos caminos. Pero no puedo evitar cierta grima al enterarme de los propósitos de algunas autoridades competentes, como este que cito textualmente: “El Consell Comarcal de la Alta Ribagorça se planteó la recuperación de caminos tradicionales de la comarca, con el objetivo principal de valorizar el patrimonio natural e implicar a los agentes turísticos de la comarca en su difusión y comercialización. En definitiva, se trata de una apuesta para la diversificación y mejora de la calidad en la oferta turística basada en el aprovechamiento de los recursos naturales con un planteamiento sostenible”.
Gran parte de los senderos recuperados con ese espíritu mercantil pierden su carácter en beneficio de los valorizadores que los transforman en “parques temáticos”, amueblados con toda suerte de lindas barandillas de madera y señalizados ad nauseam con profusión de balizas y letreritos indicadores que nos privan del providencial encuentro con los clásicos hitos, esos mojones de piedras amontonadas que constituyen el lenguaje universal de los caminos. En la mayoría de estos senderos también se ha perdido la antigua costumbre del saludo, pues nunca se ha visto que las multitudes tengan necesidad de darse los buenos días.
Con un notable sentido anticipatorio, Thoreau advierte en Walking que “posiblemente llegará el día en el que la tierra se divida en áreas —de recreo, como suelen llamarse— donde sólo unos pocos se recrearán de manera exclusiva pero bien estrecha: el día en el que se multiplicarán las cercas, se inventarán trampas de hombres y otros ingenios para confinarlos al camino público, y en el que a caminar sobre la tierra de Dios lo llamarán allanamiento con alevosía del solar de algún caballero”.
Otra de las grandes contradicciones del senderismo postindustrial proviene de su estrecha alianza con el automóvil. Por lo general, la legión senderista se nutre de urbanitas que buscan un espacio abierto donde aliviar el agobio que producen las grandes ciudades. Pero estas han devorado tanto campo en derredor, que resulta impensable hoy comenzar una excursión en la misma puerta de casa. De manera que, para satisfacer la atávica llamada del bipedalismo primigenio, al urbanita no le queda otro remedio que embarcarse en un automóvil y conducirlo a lo largo de cientos de kilómetros hasta llegar a alguno de los grandes espacios descritos en los catálogos de “propuestas para el ocio”. Terminada la andadura, habrá que ponerse de nuevo al volante del vehículo y rodar otros tantos cientos de kilómetros para regresar a casa.
Reconociendo estas realidades de nuestra época no se pretende sentar plaza de aguafiestas, sino poner los pies sobre la tierra, primera obligación del buen caminante. Con ellos bien asentados, podremos emprender la tarea de vivir el presente. Y una buena manera de hacerlo es defendiendo la libertad y la alegría de andar.
Libertad es una hermosa palabra que, por suerte o desgracia, puede interpretarse en muchos y sesgados sentidos. Si los devotos de Friedrich Hayek tuvieran un verdadero espíritu andariego, comprobarían cómo la cacareada libertad de comercio convierte a los caminos en auténticos senderos de servidumbre. El afán valorizador acaba privatizándolos, y en más de una de estas veredillas se pueden ver carteles con la conminatoria instrucción de “no circular fuera del sendero”. Así, lo que fueron cauces de energía vital se transforman en vías urbanizadas donde la libertad no se engrandece, sino se cercena. Queda reducida a esa clase de libertad que “disfrutan” esos pobres pájaros, ratones o reptiles confinados a vivir encerrados en jaulas domésticas en las que no faltan trampolines, norias y otros jueguecitos de la señorita Pepis.
Si alguna libertad le queda al ser humano en una época en la que ya es difícil gozar contemplando estrellas —la trayectoria de los satélites artificiales perturba la observación—, ésa es la libertad de andar. Y de hacerlo sin prisas, sin agobios, pues la alegría de andar es uno de los muchos gozos que nos ha arrebatado ese modo de vida industrial dominado por la obsesión de la prisa.
En su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, Miguel Delibes, escritor que dejó este mundo hace poco, llamó la atención sobre una de las características que definen la cultura del siglo XX, en el sentido de que “los pies ya no sirven, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado, para desplazarse, sino para acelerar y desembragar. El hombre del siglo XX ha perdido la alegría de andar. Malgasta así, no sólo las riquezas naturales comunes, sino su dinero y su salud”.
Si nos proponemos caminar en serio, emprendiendo rutas de varios días, podremos obtener una notable ganancia de autonomía respecto a los engranajes de un sistema económico engañoso. El viejo Epicuro nos enseñó que la autosuficiencia es un gran bien, y no para que siempre nos conformemos con poco, sino para que nos basten pocas cosas, pues “todo lo natural es fácil de alcanzar y, al contrario, difícil de obtener cuanto es innecesario”. Pongamos un ejemplo: el trabajo realizado al pasar esta página puede estimarse en unos 10-3 julios; el realizado por el corazón humano en cada latido equivale a 0,5 J; el consumo medio diario de energía en forma de alimentos de un ser humano adulto es del orden de 107 J; y la energía liberada al quemar un litro de gasolina equivale a 3 x 107 J.
En otras palabras, una persona puede andar un día entero con la energía que le proporcionan un pedazo de pan y un puñado de nueces, mientras que un automóvil gasta en una hora varios litros de un combustible que necesitó millones de años para acumularse a partir de la energía solar. Como se comienza a admitir por fin, este planeta no cuenta con reservas de energía para satisfacer las exigencias del despilfarro económicamente correcto.
En Walden, Thoreau cuenta que un conocido le espetó: “Me sorprende que no ahorres dinero; te encanta viajar; deberías coger el coche e ir hoy a Fitchburg y ver el país”. En una muestra del más perfecto análisis económico alternativo, el tío Henry desmontó el argumento: “He aprendido que el viajero más rápido es el que va a pie. Le digo a mi amigo: supón que probamos quién llegará allí primero. La distancia es de treinta millas; el billete cuesta noventa centavos. Es casi la paga de un día. Recuerdo que las pagas eran de sesenta centavos por día para los trabajadores de esta misma carretera. Bien, yo parto ahora a pie y llego allí antes que anochezca; he viajado a ese paso toda la semana. Entretanto, tú habrás sacado tu billete y llegarás allí mañana a cierta hora, o posiblemente esta tarde, si tienes la suerte de conseguir un trabajo a tiempo. En lugar de ir a Fitchburg, estarás trabajando aquí la mayor parte del día.”
Caminar, en fin, es algo más que hacer deporte, término con el que denominaban los marineros romanos a los juegos con que entretenían el ocio cuando su nave estaba atracada en el puerto (de portum). “El caminar del que hablo —dice Thoreau— no tiene nada que ver con eso que se llama hacer ejercicio, sino que es la empresa y la aventura del día. Si quieres ejercicio, sal a buscar las fuentes de la vida.”
Busca esas fuentes vitales no el que camina más deprisa, sino aquél que sigue el ritmo que le marca el tambor interno de la conciencia. Nosce te ipsum. Conócete a ti mismo, comenzando por “re-conocer” que también los humanos somos producto de la naturaleza y que sólo reconciliándonos con ella podemos alcanzar la paz. Cuando uno sigue el curso natural de una vida con principios, se convierte en un saunterer. Una profesión cuyo sentido aprenderéis leyendo con atención esas sublimes e intructivas lecciones sobre el arte de caminar que escribió para nosotros el tío Henry.
Hasta aquí, mi prólogo a El Arte de Caminar: Walking, un manifiesto inspirador, libro que, en edición de Antonio Casado Da Rocha, contiene una nueva traducción, ilustrada y profusamente anotada, de Walking (Caminando), el mítico ensayo sobre el arte de caminar y la naturaleza salvaje.
Henry D. Thoreau está considerado uno de los padres fundadores de la literatura estadounidense y un pionero de la ecología y de la ética ambientalista. Escritor, filósofo anarquista y naturalista, se le conoce en todo el mundo por su obra Walden (1854) y su tratado La desobediencia civil (1866). En Walking, Thoreau sostiene que emprender caminatas con frecuencia es algo esencial para mantener una relación saludable con uno mismo y con el planeta.
El caminar del que nos habla Thoreau no es una simple forma de ejercicio, sino “la empresa y la aventura del día”. Su relato es una provocadora excursión por el ecologismo más asilvestrado, además de un manifiesto geopoético que ha ejercido una profunda influencia en el arte y la cultura norteamericana. Mediante una cuidada selección de fragmentos, esta edición sitúa a Walking en ese contexto mayor que es la reflexión de Thoreau sobre el arte de caminar, la salud y la vida natural, temas que pueden encontrarse en toda su obra, pero especialmente en su monumental diario y en la correspondencia con sus familiares y amigos. De lo local a lo global, del siglo XIX al presente, este libro invita a la reflexión sobre nuestros hábitos de ocio y descanso, y sobre nuestra relación con el cuerpo, el paisaje y la biosfera.
Henry D. Thoreau está considerado uno de los padres fundadores de la literatura estadounidense y un pionero de la ecología y de la ética ambientalista. Escritor, filósofo anarquista y naturalista, se le conoce en todo el mundo por su obra Walden (1854) y su tratado La desobediencia civil (1866). En Walking, Thoreau sostiene que emprender caminatas con frecuencia es algo esencial para mantener una relación saludable con uno mismo y con el planeta.
El caminar del que nos habla Thoreau no es una simple forma de ejercicio, sino “la empresa y la aventura del día”. Su relato es una provocadora excursión por el ecologismo más asilvestrado, además de un manifiesto geopoético que ha ejercido una profunda influencia en el arte y la cultura norteamericana. Mediante una cuidada selección de fragmentos, esta edición sitúa a Walking en ese contexto mayor que es la reflexión de Thoreau sobre el arte de caminar, la salud y la vida natural, temas que pueden encontrarse en toda su obra, pero especialmente en su monumental diario y en la correspondencia con sus familiares y amigos. De lo local a lo global, del siglo XIX al presente, este libro invita a la reflexión sobre nuestros hábitos de ocio y descanso, y sobre nuestra relación con el cuerpo, el paisaje y la biosfera.
¡ME CAGO EN LA TECNOLOGÍA!
ResponderEliminarDisculpa, acababa de escribir "mi" comentario y al darle a vista previa... me ha salido un "cacho" de pantalla hablándome de que había error y lo comunicara...
Recompuesta ya -creo-, repito...
Te ha quedado un texto estupendo. Cuando se escribe con honestidad el ideario de una persona sale por sus escritos, escriba de Ética, de montaña o experiencias en la Seguridad Social... como te pasa a ti, como -creo- que me pasa a mí.
Te lo copio. Un abrazo y buen día: PAQUITA
Saludos, Cive.
ResponderEliminarQuiero invitarte a un acto para el próximo día 17, pero me han devuelto tu correo de Attac.
¿A dónde puedo enviártelo?
Un abrazo,
Antonio: mi dirección de correo-e:
ResponderEliminarciudadanoperez@gmail.com
Debería incluirlo en alguna parte del blog, pero tengo demasiados bricolages pendientes.
Paquita: En la medida que puedas, difunde el libro del Arte de Caminar entre tus compañeros excursionistas. Porque hay espacios que deben ser guardados y respetados por su carácter "sagrado". Concepto entendible también desde una perspectiva laica. Ver acepciones del DRAE:
4. adj. Digno de veneración y respeto.
6. adj. Entre los antiguos, sobrehumano.
7. m. Lugar que, por privilegio, podía servir de refugio a los perseguidos por la justicia. U. t. en sent. fig.
Me ha puesto un poco triste tu artículo... no se.....
ResponderEliminargracias ! que no falte camino !!!
ResponderEliminarNo sé si ya lo sabes pero para mi que tienes un fallo en la cita de Thoreau, que supongo que será Henry David Thoreau y su obra es Walden, no Walker. Obra que relata su vida cuando se retiró a los bosques, y un clásico para los amantes de la naturaleza que buscan espìruatilidad en los libros. Fdo Ingeniero de montes
ResponderEliminarHe leído casi toda la obra de Thoreau, por supuesto Walden, 'biblia' precursora del ecologismo, y Walking (no Walker, como indicas), que es otro libro distinto, al cual se refiere este artículo. Editado en España en versión de A.Casado da Rocha, con el título El arte de caminar, y que he tenido el gusto de prologar.
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