Desafiando la intensa lluvia, el sábado 13 de diciembre unas 15.000 personas, según la subdelegación del gobierno se concentraron en la vallisoletana plaza de Colón. Luego recorrieron el centro de la ciudad hasta la Plaza de la Universidad. En la cabecera de esta nutrida manifestación, una pancarta en la que se podía leer: “Más carga de trabajo en Renault y auxiliares”.
“Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países donde reina la civilización capitalista [...]. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacrosantificado el trabajo”. Así comienza El derecho a la pereza, ese alegato contra la religión del trabajo con el que Paul Lafargue trató de poner en guardia a un proletariado que “traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo”.
“Es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral [...] que vuelva a sus instintos naturales, que proclame los derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos derechos del Hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se empeñe en no trabajar más de tres horas diarias, holgando y gozando el resto del día y de la noche”.
Con frecuencia, el concepto lafarguiano del derecho a la pereza ha sido interpretado en clave “progre’. Una cita que “quedaba bien” traer a cuento en reuniones de salón, pero que no era tenida en cuenta a la hora de actuar políticamente. Y sin embargo, la crítica de Lafargue a que el trabajador confundiera el trabajo con la explotación a través del mismo, no podía ser más premonitoria de lo que está sucediendo aquí y ahora. Una tremenda crisis creada por los mercados financieros hace tambalearse el sistema económico global, y los Gobiernos, en vez de enviar a sus Gendarmerías a detener a los especuladores, ayudan a los banqueros con fondos del contribuyente, es decir, de los trabajadores, que son los únicos que pagan impuestos.
A Lafargue le parecía asombroso que, cuando sobrevienen las cíclicas crisis económicas capitalistas, los obreros no aprovechasen esos momentos para una distribución general de los productos y para un goce universal. Por el contrario, los obreros, “muriéndose de hambre, van a golpear con sus cabezas las puertas de las fábricas”.
Pues bien, cuando los industriales, afectados también por la crisis, comienzan a cerrar sus fábricas, los trabajadores, como acabamos de ver en Valladolid, en lugar de justicia, castigo a los culpables y redistribución de la riqueza, no se les ocurre pedir mejor cosa que ¡carga de trabajo!
Es comprensible que un trabajador al que despiden de su empleo se vea en el más absoluto desvalimiento. Pero cuando son miles los despedidos, se crean unas condiciones favorables de fuerza. La situación favorece el empowerment, ese proceso para el que todavía no hemos encontrado una traducción mejor que “empoderamiento”.
Aprovechando esa fuerza, y puesto que somos millones los llamados a ser los paganos de la crisis, ¿no podíamos aprovechar la crisis para forzar ciertos cambios en el sistema? Por ejemplo, dejar de producir obsoletos automóviles causantes del deterioro medioambiental y aprovechar para descansar un poco. Si hay que trabajar en algo, que sea en beneficio de la sociedad, no en su perjuicio.
La vida humana es corta. Rebélate, compa: La crisis, que la paguen ellos, proporcionándonos de paso un período de vacaciones. Pagadas, por supuesto, con los cuantiosos beneficios que llevan tiempo atesorando.
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