30 de noviembre de 1975: Marcelino Camacho, junto a su mujer Josefina, hablando por teléfono tras salir de prisión con motivo del indulto por la proclamación de Juan Carlos I como Rey de España. | EFE/Archivo
Por una ley natural, que no es la del mercado sino la de la vida, Marcelino Camacho Abad (Osma La Rasa, Soria, 1918) ha llegado al final de la suya a los 92 años cumplidos. No es menester esforzarse en dar cuenta aquí de la biografía, ampliamente detallada en la prensa de la fecha, de un hombre que forma parte de la historia reciente de este país.
Sólo me detendré en un detalle, relatado en una de las últimas entrevistas que le hicieron a Marcelino Camacho, un par de años atrás: "Sigue donde siempre: en Carabanchel, en un piso de 60 metros que compró hace 58 años por 173.000 pesetas, con su esposa y compañera inseparable, Josefina Samper. Viste, como siempre, la ropa que ella le teje, jersey, pantalón: todo."
Así vivía en sus últimos años Marcelino Camacho, considerado el padre del sindicalismo moderno español, hasta que hace un año, forzado por la necesidad –estaba enfermo, iba en silla de ruedas y la vivienda no tenía ascensor– hubo de abandonar su piso de toda la vida para irse a vivir cerca de una hija.
Esta austeridad ejemplar no es nada frecuente entre nuestra actual clase política. No es que yo defienda un socialismo de alpargata, ni mucho menos: el progreso y sus bienes están para ser disfrutados. Pero, en tanto subsista la desigualdad, uno no debiera vivir derrochando a espuertas mientras hay mucha gente de su misma clase viviendo en la más absoluta precariedad. Vivir así era, para Marcelino, la forma de ser coherente con su lema: "Ni nos domaron, ni nos doblaron ni nos van a domesticar".
«Hay hombres que luchan un día y son buenos, otros luchan un año y son mejores, hay quienes luchan muchos años y son muy buenos, pero están los que luchan toda la vida, y esos son los imprescindibles». Con esta frase de Bertold Brecht el cantante Silvio Rodríguez encabezó con ella su canción Sueño con serpientes.
Marcelino Camacho forma parte de la historia reciente de este país. En concreto, de ese período de lucha por las libertades y la justicia social en el que participaron millares de españoles que, alentados por líderes como este tenaz luchador soriano, consiguieron establecer ciertas garantías mínimas de contratación laboral y de protección social para el conjunto de la población. Aunque en aquellos momentos yo estaba afiliado al otro sindicato histórico, y llegó a haber cierta rivalidad entre organizaciones, Marcelino Camacho forma parte de mi pequeña historia personal y de la de otros muchos. Tantos, que no podemos conocemos todos, pero que nos identificamos con los ideales alentados por Marcelino hasta el final de su vida. Tantos que, para despedir al hombre ejemplar, tuvimos que hacer cola a la entrada de la capilla ardiente –se dice así también en los actos laicos– donde estaba expuesto el luchador, ya de cuerpo presente.
El hombre duerme hoy el sueño eterno mientras muchos de los que aquí quedamos seguimos soñando con serpientes cada noche. Con serpientes engordadas en las turbias aguas de los pantanos financieros. Peligrosas alimañas que se deslizan en el interior de las instituciones y se enroscan en los pilares de la protección social tratando de quebrarlos. Algunas de esas serpientes no tuvieron el menor empacho en presentarse en el velatorio para hacerse una foto ante el féretro. Es necesario despertar del sueño, romper con esa pesadilla, y dar caza a las serpientes antes de que ellas, y quienes las alimentan, consigan sus propósitos.