Al argentino Jorge Mario Bergoglio, de profesión Papa de la Iglesia Católica, le acaba de llegar el turno de pasar a la que su credo predica como mejor vida. Unas circunstancias, muerte y sucesión en la cúspide vaticana, ante las cuales se armó la de Dios es Cristo en materia de espectáculo.
Esto es un sinvivir. Nunca mejor dicho ante unos noticieros llenos de obituarios. Todavía estábamos leyendo los referidos al fallecimiento del peruano Mario Vargas Llosa, cuyo magistral talento para la literatura es tan innegable como controvertidas sus opiniones y actitudes políticas, cuando a otro latino americano, el argentino Jorge Mario Bergoglio, de profesión Papa de la Iglesia Católica con el nombre de Francisco I, le acaba de tocar el turno de pasar a la que su credo predica como mejor vida. Hecho ante el cual, se arma la de Dios es Cristo, informativamente hablando.
Vamos a ver, que yo comprendo que, dado el considerable arraigo que todavía conserva la religión católica en los países del Norte global y Latinoamérica, amén de algunos núcleos en otros continentes, la muerte –y posterior elección– del máximo dirigente de su organización eclesial es un acontecimiento de primer orden y justifica una especial atención informativa.
Un interés al que no es ajeno el innegable atractivo estético de la liturgia que envuelve el entierro del Papa muerto y la posterior elección del nuevo Pontífice ("constructor de puentes", en su etimología latina). Según cuentan, unas 400.000 personas, entre quienes acudieron a la plaza de San Pedro (250.000) y al cortejo fúnebre por la ciudad (150.000), presenciaron en directo el espectáculo.
En la explanada exterior de la basílica vaticana había delegaciones de 146 países, con 10 monarcas, 50 jefes de Estado y de Gobierno, incluyendo a Javier Milei, presidente de Argentina, que en vida de su compatriota se permitió insultarlo de la forma más grosera. Este monumental ritual contó con casi 5.000 clérigos celebrantes y 220 cardenales situados a un lado del altar, que componían un cuadrante rojo frente al oscuro de los trajes de luto de las personalidades.
Reconozco también que, frente a la habitual carcundia que impregna los discursos del Vaticano, Francisco habló con una voz novedosa en cuestiones fundamentales como la inmigración o la crisis climática, a la que dedicó parte de su encíclica Laudate si. Lo cual representa, al menos de forma simbólica, cierta actitud de resistencia frente a la actual corriente ultraconservadora que se extiende por el mundo.
Pero reconocerán conmigo que tanta presencia informativa resulta algo cansina, sobre todo para el personal egregio, es decir, para aquellos que no formamos parte de la grey, o sea, el rebaño tradicionalmente pastoreado desde la sede pontificia. Con independencia de los méritos personales de Bergoglio, lo que se está desarrollando es la sustitución del representante de Dios en la Tierra.
Un cambio en la cúspide de la sede pontificia que suscita un punto de perplejidad. Pues, siendo la omnipotencia uno de los atributos de Dios ¿cómo es que no tiene capacidad propia para elegir a su representante terrenal? ¿Dónde quedó la épica de ese Dios bíblico apareciéndose a Abraham entre unas zarzas ardiendo? O entregando personalmente a Moisés los Diez Mandamientos desde la cumbre de la montaña del Sinaí. Para salir del paso, los cardenales dicen que su decisión colegiada viene inspirada por el Espíritu Santo, una explicación tan pueril como crudas son las batallas reales, con juego sucio incluido, que se libran en el interior del Cónclave.
¿Y si Dios no existiera?
Esta es una de las grandes cuestiones filosóficas que preocupan a las personas no creyentes en la idea de Dios, entre las que, en primer lugar, se cuentan los ateos y los agnósticos. Y desde luego, tal posibilidad resultaría un fastidio para el Vaticano. Porque, desde un punto de vista meramente práctico, si Dios no existiera todo este gran espectáculo sucesorio vaticano habria perdido su razón de ser.
El término ateo proviene del latín athus y éste del griego átheos y significa "sin dios o sin dioses". La palabra fue empleada de forma peyorativa hasta el siglo XVII, cuando la Ilustración empezó a apostar por el conocimiento humano y el modo crítico para plantearse todas las grandes preguntas de la vida.
Por su parte, el agnosticismo, tal como lo define el diccionario de la Real Academia Española (RAE), es una "actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende de la experiencia". El agnóstico no afirma la existencia e inexistencia de Dios (o dioses), no tiene certezas para creer, pero al mismo tiempo considera que se trata de una cuestión que la capacidad humana no puede resolver, esto es, inherentemente incognoscible. Algunos opinamos que el agnosticismo es una cómoda vía de escape, una actitud un tanto moñas, para no comprometerse con el fondo de la cuestión.
Por contra, el ateísmo precisa de una voluntad militante volcada en la ardua tarea de desmentir cada uno de los argumentos que la doctrina de la iglesia ha creado para sostener la idea de un Dios que, salvo personajes que pertenecen al reino de lo fantástico, como Abraham o Moisés, nadie ha visto jamás. Richard Dawkins, divulgador del evolucionismo, ateo
militante y polemista resume así la cuestión: "Nadie puede demostrar que no
existe Dios. Sólo que no hay una sola evidencia de ello. Pero la carga de la
prueba debe recaer en aquéllos que creen en algo que tiene las mismas
probabilidades de existir que un hada o un unicornio".
Aunque menos conocida, hay una tercera posición filosófica relacionada con la existencia de dioses o deidades. Es el apateísmo (apátheia + theós + "ismo") que se caracteriza por la indiferencia o apatía hacia la existencia o no existencia de dioses. Ya Epicuro, sin negar la existencia de dioses, venía a decir que estas deidades solían estar demasiado ocupadas en sus propias intrigas como para preocuparse por los seres humanos. Por lo tanto, una de las formas de alcanzar la ataraxia, o tranquilidad de ánimo, consistía en olvidarse de los dioses.
Por su parte, el estoicismo acuña un término: apatheia (ἀπάθεια) que significa el estado mental alcanzado cuando una persona está libre de alteraciones emocionales. Se traduce mejor con la voz ecuanimidad que con la palabra indiferencia, ya que esta última puede generar confusiones con la pereza.
Será a partir del siglo XVII, cuando la Ilustración empezó a apostar por el conocimiento humano y el modo crítico para plantearse todas las grandes preguntas de la vida, cuando los dogmas religiosos van a ser puestos en tela de juicio. En este sentido, cabe destacar la figura de Denis Diderot (1713-1784), que junto a Jean-Baptiste le Rond d'Alembert alentó, supervisó la redacción, editó y compiló una de las obras culturales más importantes de la centuria: La Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers (La Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios), obra magna compuesta por 72.000 artículos, de los cuales unos 6.000 fueron aportados por el propio Diderot.
Diderot dejó escrita una lapidaria definición del apateísmo en su Carta sobre los ciegos: "Es muy importante no confundir el perejil con la cicuta, pero creer o no creer en Dios carece de importancia".
Reconozco que, de no haber sido porque mi maltrecha salud me aconsejara ayer aprovechar el día para salir al campo y dejar que el viento y el sol sanasen mi cuerpo y mi espíritu, no me hubiera perdido la retransmisión televisada del gran espectáculo vaticano. Que a un servidor, las movidas teatrales también le gustan. Pero, dadas mis circunstancias, la razón me aconsejó estar más atento a distinguir la cicuta del perejil.