miércoles, 3 de junio de 2020

Declaración del Observatorio de Renta Básica de Ciudadanía de Attac ante la aprobación del Ingreso Mínimo Vital


La sociedad de este país no podrá considerarse sana y moralmente digna mientras las élites dirigentes sigan cerrando los ojos ante la tremenda realidad de la pobreza estructural con la que convivimos. El Gobierno de coalición se ha atrevido, por fin, a mirar de frente los casos más sangrantes, pero el Ingreso Mínimo Vital es un instrumento que nace castrado para abordar la desigualdad social en su auténtica dimensión.  


Declaración del Observatorio de Renta Básica de Ciudadanía de Attac ante el Ingreso Mínimo Vital

La aprobación por el Gobierno del Real Decreto-ley 20/2020 de 29 de mayo que crea el Ingreso Mínimo Vital (IMV) destinado a atender a los casos extremos de pobreza estructural, debe contemplarse como una medida positiva. En efecto, y aun con grandes limitaciones, esta prestación intenta dar respuesta a la sensibilidad extendida entre la gran mayoría de la ciudadanía que entiende que la sociedad de este país no podrá considerarse sana y moralmente digna mientras las élites dirigentes sigan cerrando los ojos ante una tremenda realidad: la pobreza estructural con la que convivimos desde antes, y sobre todo a partir de la crisis de 2008, cuando los gobiernos del momento se apresuraron a salvar a la banca olvidando a las personas.


Centenares de personas hacen cola para recoger alimentos en un local de Asociación de Vecinos de Aluche 
Cuando una parte del panorama social del Reino de España está integrado por las grandes colas de gente que aguarda alimentos ante las entidades voluntarias que los reparten, sería una auténtica frivolidad negarse a reconocer el impacto positivo que el IMV puede representar en la vida cotidiana de las personas directamente afectadas por la necesidad. Hay una sustancial diferencia entre poder comprar alimentos o tener que implorarlos por caridad. 

Esta ayuda a los pobres llega al menos con cinco años de retraso desde que el PSOE la incluyera en su programa de Gobierno. Lo que sitúa a España al final de otra cola, es vez de indignidad: ser uno de los últimos países europeos en adoptar una medida similar.

Desde diversos medios se han echado las campanas al vuelo para celebrar como un gran acontecimiento el hecho de que una persona en situación de necesidad pueda, al fin, recibir un mínimo socorro de 460 €, cuantía que se sitúa por debajo del umbral oficial de pobreza. Lo cual arroja una idea decepcionante del estado en que se encuentra nuestro sistema de protección social. Suele argumentarse que las prestaciones de este tipo deben ser bajas para no desincentivar la búsqueda de empleo. Un argumento endeble al fijar su cuantía en la misma cifra que la de la pensión mínima no contributiva (*), a la que hay que suponer liberada de toda sospecha de holgazanería. 

Lo que tales opiniones complacientes celebran es que el IMV llegará, según cálculos del Gobierno, a 850.000 hogares en los que viven 2,3 millones de personas, y supondrá la práctica erradicación de la pobreza extrema, que actualmente afecta a 600.000 hogares y 1,6 millones de personas. Cálculo que conviene contrastar con otro dato oficial: la Encuesta de Condiciones de Vida 2019, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística. Que estima que un 26,1% de la población española. Es decir, 11.797.000 personas, se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social.

Sin embargo, ni Gobierno, ni oposición ni opiniones publicadas se plantean alternativas con suficiente ambición transformadora. Porque el IMV no deja de ser una mejora del actual sistema asistencial con algunas novedades, como su ámbito estatal y su compatibilidad con ingresos procedentes del trabajo. Pero es un instrumento castrado desde su nacimiento para abordar en toda su dimensión la desigualdad social existente en España. 

En definitiva, desde el Observatorio de Renta de Ciudadanía de Attac, sin dejar de reconocer el pequeño avance que significa el IMV, seguimos considerando que la única forma viable, hoy por hoy, para alcanzar ese objetivo de eliminación generalizada de la pobreza es la implantación de una auténtica Renta Básica Universal en los términos de incondicionalidad que la definen.

La universalidad de un ingreso ciudadano perfeccionaría el avance del IMV desde una doble perspectiva política y económica al no estigmatizar a los perceptores, proporcionar libertad real para todas las personas y reducir sensiblemente los costes de gestión administrativa. 

La Renta Básica Universal es el objetivo por el que seguiremos trabajando.

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(*) El Gobierno vincula la subida del ingreso mínimo a las pensiones no contributivas. Desvinculándola del IPREM.  La pensión no contributiva asciende a 395,6 euros mensuales en 14 pagas, ya que los pensionistas tienen las extras de verano y navidad. El ingreso mínimo vital tendrá 12 pagas, por lo que, prorrateado, da como resultado los 461,53 euros al mes que será la renta garantizada mínima de esta ayuda.




lunes, 25 de mayo de 2020

Pinto un corazón verde

La plataforma #PlanDeChoqueSocial, que involucra a más de 400 organizaciones sociales y ambientales, impulsa la campaña «Pinto un corazón verde» para reivindicar unos servicios 100 % públicos, universales y de calidad. 



Manifiesto por los servicios públicos

Los servicios públicos están a nuestro lado desde que nacemos y nos acompañan en toda nuestra vida. Garantizan derechos fundamentales como la educación, la salud o la protección social. Por eso cuando recortan servicios públicos, recortan nuestras vidas, nuestra dignidad. Por eso cuando privatizan servicios públicos, venden parte de nuestras vidas y nuestra dignidad para que alguien haga negocio a costa de todas. Por eso cuando hay gente que queda excluida de los servicios públicos nuestra sociedad es más injusta.

Una sociedad que invierte en servicios es más democrática, está más cohesionada y preparada para afrontar dificultades. Por eso la educación, la sanidad, las pensiones, los sociales, el transporte público, el agua, las telecomunicaciones tienen que llegar todas las familias, a todos los ámbitos.

La privatización ha supuesto pérdida de calidad y precariedad

En la actualidad esto no es así. Los servicios públicos están infradotados, son insuficientes, excluyen procesos necesarios y no alcanzan a todos los territorios, dejando especialmente desabastecido el medio rural. La privatización que han sufrido muchos de estos servicios han supuesto una pérdida de calidad y un aumento de las contrataciones precarias mientras que han enriquecido a las empresas que los gestionan.

España está por debajo de la media de la UE en gasto sanitario (-1,1%), educativo (-0,7%), de protección social (-1%), de vivienda (-0,1) o de servicios públicos generales (-0,2%). Otros gastos necesarios, como los de la lucha contra la violencia machista o la pobreza infantil siguen estando lejos de lo necesario para abordar estos problemas.

El caso de la sanidad

En el caso de la sanidad, entre 2010 y 2017, el Estado español perdió más de 12000 camas de hospitales a pesar del aumento de la población. En la actualidad tenemos 243 camas/100000 habitantes, siendo el vigesimoquinto país de la UE-28, cuya media es de 372 camas/1000000 habitantes. El personal enfermería se sitúa en 574/100000 habitantes en el puesto 18 de los 23 países con datos de la UE, cuya media es de 850/100000 habitantes.

En el informe State of Health in the UE. España. Perfil sanitario nacional 2019, la Comisión Europea advierte que una importante parte de los profesionales sanitarios tienen contratos temporales, lo que aumenta la tasa de rotación del personal. Además, los conciertos público-privados han derivado parte del gasto sanitario a beneficios empresariales.

En la Comunidad de Madrid, una de las regiones más privatizadas (donde la crisis de la COVID-19 ha sido más aguda), se han construido siete hospitales de concesión privada, con sobrecostes calculados en 3500 millones €, pero en total disminuyó el número de camas.

Lecciones de la crisis de la Covid-19

Por desgracia la crisis de la COVID-19 ha mostrado que no se puede atender una emergencia en condiciones porque los servicios públicos, que ya estaban desbordados, no están preparados. La infradotación de hospitales y de residencias de mayores, el poco personal sanitario, la falta de camas, las pocas ayudas a la dependencia (con más de 425.000 personas en lista de espera) o la precariedad de los servicios sociales (con recortes de 2.200 millones euros en 2013) han dificultado la actuación ante una emergencia ya no solo sanitaria, sino social y alimentaria, en el que se prevé pasar de 6 millones de personas atendidas en Servicios Sociales a más de 10 millones antes de acabar el año. El personal sanitario ha trabajado con una falta de seguridad absoluta. Esto no es de recibo cuando da la cara día a día tratando de salvar el máximo de vidas.

La pandemia está siendo especialmente cruda en las residencias de mayores, un sector altamente privatizado (en torno al 85% son residencias privadas y cada vez más están en manos de fondos de inversión) en el que se lleva años denunciando el mal estado de las instalaciones y la situación del personal, escaso, saturado y mal remunerado. De hecho, la Fiscalía investiga a 38 residencias de España, 19 de ellas en Madrid, donde se ha producido la mayor mortandad (en torno al 70% de las muertes por COVID-19 de la región).

Medidas urgentes

Queremos medidas de choque urgentes que aseguren la mejor atención para las personas que necesitan estos servicios, muchas de las cuales se han quedado excluidas (como por ejemplo el alumnado sin acceso a internet). Queremos la protección adecuada de quienes están en primera línea, de quienes nos han mantenido como sociedad, los denominados «servicios esenciales», especialmente el personal sanitario y de las residencias: demandamos recursos de protección individual y colectiva no defectuosos, test diagnósticos efectivos para personas trabajadoras y medios adaptados a las condiciones de crisis.

Queremos además la reversión de las privatizaciones y el aumento de la inversión para que los servicios públicos sean universales y de calidad, garanticen condicione laborales dignas y fomenten una sociedad más justa y sostenible ambientalmente. De esta crisis solo podemos salir si reforzamos los servicios públicos, por eso rechazamos los recortes y los planes de austeridad impuestos por la UE que llevamos sufriendo una década y que tanto estamos padeciendo ahora. Apostamos por la ampliación de lo público en ámbitos como la investigación, la vivienda, la banca, la energía renovable o las infraestructuras agroalimentarias, para asegurar que la recuperación económica favorece a la ciudadanía.




lunes, 4 de mayo de 2020

RBU: La peor de la soluciones (a excepción de todas las demás)


Todavía hay quienes albergan dudas respecto a que la renta básica universal sea una adecuada solución a la pobreza y desigualdad crecientes en nuestra sociedad. Pero la realidad palpable demuestra que el empleo precario —que convierte a los trabajadores en pobres estructurales— y las ayudas condicionales —que llevan décadas aplicándose y no han conseguido erradicar la pobreza— son medidas muchísimo peores. Son, de hecho, experiencias fracasadas. Es hora de comprender las nuevas realidades del trabajo y la idea de libertad real que alienta en la propuesta del ingreso garantizado.

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Tras la catástrofe humana causada por el Covid19, todos los indicios apuntan a que su derivada socioeconómica tendrá una dimensión igualmente catastrófica. Desatando un vendaval que ya está derribando muchos tenderetes ideológicos y deja aflorar opiniones favorables a establecer algún tipo de ayuda económica a las personas más vulnerables. Se ha hablado de rentas de emergencia o de cuarentena. Y parece que el Gobierno estudia la puesta en marcha en España de ese Ingreso Mínimo Vital que duerme el sueño de los justos en algún programa electoral.        

Sin embargo, ninguna de esas propuestas encaja en la definición de lo que sería una auténtica renta básica universal (RBU), es decir: un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad, o residente acreditado, sin tomar en consideración si es rico o es pobre, o dicho de otro modo, independientemente de en qué puedan consistir otras posibles fuentes de rentas, y sin importar con quién conviva.

Esto significa que es una renta obtenida a priori, sin averiguaciones previas sobre su situación personal. Si bien será a posteriori, el momento de rendir cuentas al Fisco cuando todos, ricos y pobres, tengan que pasar por la ventanilla fiscal, y pagar, o no, el correspondiente impuesto sobre la suma de sus rentas. Salvo el tramo correspondiente a la RBU, que estaría exento de imposición. 

La idea de la renta universal va calando cada vez más en el ánimo de una ciudadanía a la que se le hace insoportable la desigualdad producida por las políticas neoliberales. Pese a ello, los diversos bandos de tirios y troyanos enfrentados en la palestra parlamentaria contemplan la propuesta con desconfianza. Llegando, en algunos casos, a manifestar un rechazo que tiene más de visceral que de raciocinio.  

Tiene muchos defectos, dice mi madre, y demasiados huesos, dice mi padre...", dice la letra de una vieja canción de Joan Manuel Serrat. Y algo similar dicen los artilleros de la batería de críticas que disparan contra la RBU con munición de índole antropológica y moral algo viejuna. La primera e invariable objeción es que esa renta desincentivaría en la gente el deseo de trabajar. 

El delicado momento actual aconseja guardar a las vísceras en la nevera y utilizar el raciocinio: Trabajar, de acuerdo, pero ¿en qué, cuándo, cómo y dónde? Hay que explicar qué clase de trabajo podría desincentivar un ingreso garantizado. ¿Hablamos de esa amplia gama de empleos precarios que han alumbrado la categoría laboral de trabajadores pobres? Porque hay una evidente contradicción en predicar el dogma de que el trabajo dignifica al tiempo que se pagan salarios por debajo del umbral de pobreza.

La asociación mental entre RBU y holgazanería ha sido desmontada por el propio modelo productivo de nuestros días, que ha revelado su incapacidad para suministrar a toda la población esa mercancía denominada ‘empleo’. Y que no es más que un artefacto económico averiado. Las medidas de distanciamiento físico dirigidas a evitar el contagio por el Covid19 han acelerado el tránsito hacia un proceso que ya estaba en marcha: el teletrabajo. Acercándonos al modelo laboral descrito como Sociedad 20-80, en la que bastará el trabajo de alrededor del 20% de la población activa para hacerla funcionar.

Esa minoría de trabajadores cualificados será, o está siendo ya, suficiente para asegurar el control de las máquinas y los procesos productivos. El 80% restante de la población sólo tendrá acceso a empleos de bajísima cualificación, serviles en su mayoría, o se verá condenada al desempleo estructural. 

No obstante, los predicadores de la moral laboralista, ciegos y sordos ante esta realidad, siguen castigando nuestros oídos con su eterna y cada vez más desafinada cantilena: "con la RBU, la gente no trabajaría". Y cuando alguien dotado de talante socrático, les pregunta: "¿Y tú, qué harías? se apresuran a responder muy circunspectos: "No, yo por supuesto seguiría trabajando”. Según estos fariseos, en el siglo XXI la humanidad se divide en dos subclases: ellos, los virtuosos guardianes de la moral, y "la gente", esa mayoría a la que el capricho de Natura quiso nacer holgazana.  

El nuevo contrato social que será necesario para asegurar la convivencia tras los desastres causados por la reciente (last but not the least) pandemia vírica, exige salir de las zonas de confort ideológico que han servido para definir la sociedad del ayer. Porque, en la era de la Cuarta Revolución Industrial, cuando el modelo productivo ya no es capaz de ofrecer empleo digno y suficiente a toda la población, está claro que habrá que garantizar la supervivencia de las personas respetando al mismo tiempo su dignidad.

Abandonar prejuicios implica, de paso, no hacer el ridículo con el argumentario. Porque resulta pintoresca esa otra objeción que se ha podido escuchar estos días, afirmando que la RBU significaría una mayor intervención del Estado en la vida de los individuos, convirtiéndolos en dependientes.  

Presumir que la prestación universal incrementaría el grado de intervención del Estado en la vida personal sugiere la sombría y distópica visión de una sociedad en la que, para recibir la RBU, todas las personas deberíamos acudir periódicamente a las ventanillas de Leviatán, convirtiéndonos así en súbditos sumisos a su omnímodo poder. 

Pero es justo en este punto cuando la objeción se derrumba al chocar contra su propia argumentación. Porque, hasta el día de hoy, son precisamente las ayudas condicionales a la gente en situación de necesidad la que de hecho constituyen un factor de servidumbre y dominación sobre las personas por parte de la Administración. Son las personas vulnerables las que se ven sometidas a grandes humillaciones durante el proceso de concesión, vigilancia y eventual castigo de infracciones al régimen de ayudas. 

Frente a ello, la propia idea de universalidad de un ingreso que garantice a todo el mundo el derecho a la existencia la que rompe radicalmente con esa dependencia. Al día siguiente a la promulgación de una ley que consagre el derecho universal de todas las personas a percibir una RBU los agentes estatales pierden la actual potestad discriminatoria e intervencionista sobre los individuos. Al Estado no le queda otra misión que la de asegurar la correcta distribución del rédito, sin más preguntas ni investigaciones. 

¿Somos dependientes del Estado al utilizar una carretera? Habría que forzar mucho el argumentario para asegurar que el Estado controla nuestra libertad de movimiento a través de la red vial. Una carretera es una infraestructura construida a instancias del Estado y puesta a disposición de toda la población como un servicio de carácter universal que a nadie discrimina. El único control ejercido por el Estado sobre las personas concierne al respeto de las reglas de juego orientadas a la seguridad de todos los usuarios. Y en esto hay un consentimiento general del conjunto de la sociedad para que se persiga, por ejemplo, a los conductores que ponen en peligro la vida de terceros. 

Elevando la mirada, encontramos otra medida de sagrado carácter universal: el derecho al sufragio, una conquista civil irrenunciable. Nadie en su sano juicio se permite la frivolidad de afirmar que cuando acude a las urnas sufre una dependencia del Estado. Aunque es obvio que son agentes estatales los encargados de organizar la infraestructura electoral y velar por el buen orden de los comicios. 

De la misma forma en que hoy no sería de recibo establecer alguna forma discriminatoria en el ejercicio del voto, el ingreso incondicional y garantizado es un potencial derecho de toda la ciudadanía. Hoy por hoy, la RBU es la única fórmula que satisface la doble condición de asegurar la supervivencia y la dignidad de la gente. Algo que, tras décadas de aplicación, no han logrado las ayudas condicionales a la pobreza cuya vigencia se justifica en el hecho de que siga habiendo pobres. 

Los acérrimos enemigos de la RBU, en vez de perder su tiempo arremetiendo contra los defectos de algo que hasta ahora no es más que una propuesta, deberían explicar es la razón por la cual lo que no funcionan son esa maraña de rentas de indigencia condicionales que atrapan sin remisión a los vulnerables. Quienes caen en ella, no abandonan jamás su condición de pobreza.

Así que, colocando en un plato de la balanza las virtudes de la renta básica universal y en el otro sus presuntos defectos, podremos concluir que tal vez se trate “del peor de todos los sistemas de protección social… con excepción de todos los sistemas restantes”, parafraseando cierta caracterización de la democracia atribuida al premier británico Winston Churchill.

Pese a todos sus defectos (véase el lamentable espectáculo ofrecido en tiempos de desolación por los partidos de la derecha celtibérica), la democracia elimina al menos los males producidos por las dictaduras. De igual manera, el ingreso garantizado abre ante la mayoría de la población un horizonte de libertad real frente a la opresión liberticida del totalitarismo económico. 


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domingo, 12 de abril de 2020

Una renta garantizada ante cualquier emergencia


Crece por días el clamor que pide algún tipo de renta mínima para las amplias capas de la población que han perdido su fuente de ingresos por el Covid19. El Gobierno debe aprobar, cuanto antes, esa ayuda puntual. Pero el día siguiente a la catástrofe habrá que pensar en consolidar esa renta creada por el apremio en una renta inspirada en criterio idéntico al que guía los servicios de emergencia, es decir, una renta prevista con antelación. Porque esta pandemia podría no ser la última y además es muy posible que debamos enfrentarnos a otros desastres globales derivados de la crisis climática. Y la respuesta está en la Renta Básica Universal.

En tiempos de tribulación no hacer mudanza. Tal era el consejo que Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, daba a los nuevos miembros de la Compañía para que se mantuvieran prestos a resistir los embates de sus enemigos políticos y eclesiásticos. Consejo que, por lo que estamos viendo, no les sirve a los más conspicuos neoliberales del país. En estos tiempos de desolación vírica, se apresuran a hacer mudanza de la fe socioeconómica que con tanta devoción han profesado. Y ahora, piden a grandes voces la intervención del Estado. 

Muy poco convencidos de las bondades del modelo económico que propugnaban debían estar estos adalides de la privatización a ultranza para dar tal giro ideológico. Pues, de la noche a la mañana, estos recalcitrantes detractores de los sistemas de protección social, y en concreto enemigos declarados de la idea de proporcionar un ingreso garantizado a toda la ciudadanía, reclaman ahora el establecimiento de una renta de emergencia. 

Dice un adagio de los creyentes que arrepentidos los quiere Dios. Así que a quienes venimos defendiendo la Renta Básica Universal (RBU) desde hace décadas nos convendría correr, al menos temporalmente, un tupido velo sobre las farisaicas diatribas que nos dedicaron estos saulos antes de caerse del burro. Que ni a la categoría de caballo llegaban las críticas sobre las que cabalgaban. A cambio, ofrezcamos a los conversos la mejor de nuestras bienvenidas al seno del activismo contra la pobreza.  

En efecto, aprovechando del enemigo el consejo, los defensores de la RBU deberíamos apoyar sin reservas el establecimiento inmediato de esa renta de emergencia. Un ingreso destinado a atender de manera incondicional a todas las personas que hayan perdido su fuente de ingresos como consecuencia de los trastornos productivos generados por el Covid19.



Eso no significa renunciar a la mayor, es decir, al ingreso garantizado (guaranted income) con carácter universal. Sino aprovechar la inercia del movimiento contrario para proponer a la sociedad la conveniencia de consolidar en el sistema de protección social una auténtica renta garantizada ex ante que evite tener que acordarse de Santa Bárbara cuando truena. Porque ¿qué hacemos con quienes ya se encontraban carentes de ingresos antes de la propagación del virus? ¿Qué solución damos a quienes ya estaban instalados en la precariedad?

Atender sin mayor tardanza, aquí y ahora, la emergencia social planteada por la pandemia del Covid19 implica aparcar las diversas creencias ideológicas —que al fin y al cabo son como los sueños— y ponernos de acuerdo en lo material y tangible. Es preciso alcanzar un pacto social y político para establecer de inmediato esa renta de emergencia que pronto será una necesidad acuciante de miles y miles de ciudadanas y ciudadanos de España, cuyo Estado tiene la obligación constitucional de no dejar desatendidas en caso de privación de sus ingresos. 

Pero ¿qué pasará el día después? En ese deseado momento en el que felizmente podamos decir que se ha superado esa terrible pandemia —para la que nuestro sistema público de salud no estaba más que medianamente preparado— los sanitarios recuperarán su ritmo normal de atención, los equipos de protección civil volverán a sus bases y los militares a sus cuarteles. Y hasta puede que los políticos retornen a la palestra con unos modales menos agresivos y más constructivos.  

Será el momento de consolidar esa renta imperfecta, mejor o peor creada por el apremio de la catástrofe, en una renta preventiva. Pensada con un criterio idéntico al que guía los servicios de emergencia, es decir, una renta prevista con antelación. Pues el sentido común nos avisa de que esta pandemia podría no ser la última, y que es muy posible que debamos enfrentarnos a otros desastres globales derivados de la crisis climática.

Una convicción generalizada entre los bomberos forestales sostiene que los incendios se apagan en invierno. En la práctica, esto significa que es durante la estación fría cuando hay que realizar las labores de limpieza de bosques para retirar al máximo el exceso de restos de poda, arbustos, etc. con el fin de reducir la masa combustible potenciadora de la intensidad del fuego en caso de incendio estival.  


Esa precaución de los forestales responde a la empírica noción de que es mejor prevenir que curar. Por ello, existen sistemas y cuerpos civiles o militares cuya misión es la de actuar en situaciones de otros tipos de emergencias. Estas unidades no se improvisan de la noche a la mañana cuando surge una catástrofe, sino desde mucho antes. Encuadradas en sus sedes o cuarteles. Todas ellas están dotadas del equipo y material adecuado para hacer frente a las características de los accidentes o desastres en los que están llamados a intervenir.

Por definición, todos los sistemas de emergencia deben estar preparados antes de que se produzca la contingencia a la que deben hacer frente. Un barco se hace a la mar provisto de botes de salvamento, en previsión de naufragio. Los grandes edificios disponen de escaleras de evacuación en caso de incendio y los ascensores llevan frenos contra situaciones imprevistas. Determinadas instalaciones de servicios públicos o privados están dotadas de grupos electrógenos que entrarán en funcionamiento en caso de corte del suministro eléctrico. Y hay extintores de fuego por doquier.

En contraste, existe una gran laguna en lo que se refiere a la prevención de ese otro tipo de catástrofe personal que se produce cuando una persona, por una serie de circunstancias ajenas a su voluntad, pierde sus medios de subsistencia. Medios que, en las sociedades nucleadas en torno a la centralidad del trabajo, van íntimamente ligados al empleo por cuenta ajena. 

Para una persona asalariada, perder su empleo por causa de despido o por la demostrada ineficacia del mercado para proporcionar empleo digno, equivale a un naufragio en las turbulentas aguas de un océano social basado en la competencia entre todos los individuos por los recursos disponibles. Comparado con un naufragio marítimo, el actual sistema de rentas mínimas asistenciales equivale a arrojarle al náufrago un chaleco salvavidas cuya flotabilidad se perderá al cabo de poco tiempo
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Asignar a todo el mundo una renta garantizada ex ante sería mucho más eficaz, en términos de ahorro de sufrimiento social y complejidad administrativa, que las ayudas ex post a la indigencia que hoy, con gran cicatería, conceden los servicios sociales a la gente que demuestra haber caído en situación de pobreza. Ayuda que sólo se concede  tras someter al solicitante a humillantes procedimientos de investigación administrativa que confirmen que no dispone de medios suficientes para vivir. Y mientras se resuelve es expediente, la necesidad acucia a la persona.

La cruda realidad demuestra una evidencia: llevamos décadas experimentando fórmulas asistenciales de ayudas a la pobreza cuya incapacidad se manifista en el hecho de que esta lacra social sigue existiendo. Y entre otras causas del fracaso, no debe olvidarse la perversa tautología del principio para el que están establecidas: esas ayudas justifican su vigencia en el hecho de que siga habiendo pobres para, una vez comprobada su triste circunstancia, concederles una “renta de inserción”. ¡El sistema necesita que haya pobres para concederles el auxilio!

La mayor parte de los prejuicios ideológicos contra la idea del ingreso garantizado hace tiempo que cayeron por su propio peso. La sospecha de que la RBU sería un incentivo para la holgazanería, que era la principal de las objeciones, ha sido desmontada por el propio modelo productivo de nuestros días, que ha revelado su incapacidad para suministrar a toda la población esa mercancía o artefacto social denominado empleo. Y que es muy diferente de la potencialidad del ser humano para trabajar por sí mismo o por medio de las máquinas que ha inventado. 
  
Al igual que la democracia, pese a todos sus defectos, elimina al menos los males producidos por las dictaduras, el ingreso garantizado abre ante la mayoría de la población un horizonte de libertad real al evitar que una persona se vea sometida a la opresión producida por la falta de recursos materiales para llevar una vida digna. 

Puesto que todas las demás soluciones han demostrado conducir a un callejón sin salida, sobre todo a esa juventud que integra masivamente las filas del precariado, la propuesta del ingreso garantizado es uno de los ejes sobre los que ha de girar el nuevo contrato social que, más pronto que tarde, será preciso establecer para equilibrar la devastación causada por las políticas de la globalización neoliberal. Y se está haciendo tarde en el escenario social.

Hoy, cuando en el proceso desesperado de frenar la pandemia se han hecho tantas analogías con una guerra, me viene a la memoria cierta afirmación de Victor Hugo:  “Ningún ejército puede detener una idea a la que le ha llegado su momento”. Y eso es aplicable a la Renta Básica Universal. 

Si en esta situación de auténtica emergencia sanitaria y social que atraviesa España, los partidos políticos con ambición de gobierno renuncian a establecer un pacto de Estado introduciendo una medida que ya ha calado con fuerza en la sociedad civil tan sólo habrán conseguido demorar en el tiempo el sufrimiento de miles de personas que experimentan la pobreza en su cotidianidad y ven frustrado su proyecto de vida.

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martes, 4 de febrero de 2020

Pensiones: 100 días de cortesía al nuevo Gobierno de Pedro Sánchez para equiparar las mínimas al SMI

 Equiparar las pensiones mínimas al Salario Mínimo Interprofesional es algo prioritario para sacar de la pobreza a los dos millones y medio de personas jubiladas cuya pensión se sitúa por debajo de los 700 euros. Coespe, una asociación de pensionistas le concede al Gobierno 100 días de cortesía para que adopte esta medida política que dará idea de su compromiso social con la gente más desfavorecida.


El primer Consejo de Ministros del Gobierno de coalición, presidido por Pedro Sánchez, cumplió una promesa electoral: subir las pensiones en 2020 según el IPC, es decir, un 0,9%. Y, por otra parte, ha llegado a un acuerdo con patronal y sindicatos para elevar el Salario Mínimo Interprofesional a 950 euros. 

Junto a la revalorización de las pensiones conforme al coste real de la vida, otra de las principales reivindicaciones de los pensionistas es lograr la equiparación de la pensión mínima contributiva al salario mínimo interprofesional (SMI). Hay razones obvias para ello, y es que tanto esta prestación como su derivada de viudedad deben entenderse como un salario en diferido. Y una evidencia palpable es que, a la hora de realizar la declaración de la renta, la pensión de jubilación se considera un rendimiento del trabajo. Luego, de cara al Fisco, no hay ninguna diferencia conceptual entre los ingresos por pensión de un jubilado y los del salario de un trabajador en activo. 

El elemental principio de justicia social que inspira tanto el SMI como las pensiones mínimas es que su cuantía suponga la capacidad para hacer frente a los gastos básicos que permitan a la persona perceptora llevar una existencia digna. Y esto no es una simple opinión, sino el acuerdo de convivencia manifestado en la Constitución Española, que dispone en su Artículo 50:

Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio.

Sin embargo, por lo que respecta al nuevo Gobierno, todavía no se sabe en qué momento se van a aplicar el resto de medidas pactadas relacionadas con las pensiones e incluidas en el acuerdo firmado por el PSOE y Unidas Podemos para esta legislatura.Por ahora, lo único que se ha anticipado desde el Gobierno es que todos estos asuntos pasarán de nuevo a ser debatidos en la comisión del Pacto de Toledo.

Algo que no ha gustado a todos los colectivos sociales de pensionistas. En concreto, los representados por la Coordinadora Estatal por la Defensa del Sistema Público de Pensiones han puesto en marcha una cuenta atrás dándole al nuevo Gobierno lo que la oposición de la derecha asilvestrada le niega: 100 días de cortesía para que lleven a cabo las medidas previstas en el acuerdo. Así, cada uno de los días recordarán al Ejecutivo una de esas promesas o reivindicación hasta llegar a la fecha límite

«Lo normal es que cuando uno ocupa el poder se le de un margen de tiempo, para ver qué recorrido hace. El país necesitaba estabilidad, llevaba mucho tiempo sin Gobierno y con políticas antisociales. No podíamos exigirles de golpe y porrazo que cumplan con todas las exigencias que tiene la Coordinadora», sostiene Domiciano Sandoval, miembro de Coespe.

No obstante, con lo que serán menos complacientes es con una medida urgente: la equiparación de «la pensión mínima al salario mínimo», 950 euros, a día de hoy. Para Coespe, debe ser algo prioritario si se quieren «solucionar los problemas de dos millones y medio de personas que están cobrando por debajo de los 700 euros». Además, la Coordinadora entiende que esa cuantía se debería incrementar progresivamente hasta alcanzar los 1.084 euros, dando asi cumplimiento a lo establecido en la Carta Social Europea.