lunes, 25 de mayo de 2020

Pinto un corazón verde

La plataforma #PlanDeChoqueSocial, que involucra a más de 400 organizaciones sociales y ambientales, impulsa la campaña «Pinto un corazón verde» para reivindicar unos servicios 100 % públicos, universales y de calidad. 



Manifiesto por los servicios públicos

Los servicios públicos están a nuestro lado desde que nacemos y nos acompañan en toda nuestra vida. Garantizan derechos fundamentales como la educación, la salud o la protección social. Por eso cuando recortan servicios públicos, recortan nuestras vidas, nuestra dignidad. Por eso cuando privatizan servicios públicos, venden parte de nuestras vidas y nuestra dignidad para que alguien haga negocio a costa de todas. Por eso cuando hay gente que queda excluida de los servicios públicos nuestra sociedad es más injusta.

Una sociedad que invierte en servicios es más democrática, está más cohesionada y preparada para afrontar dificultades. Por eso la educación, la sanidad, las pensiones, los sociales, el transporte público, el agua, las telecomunicaciones tienen que llegar todas las familias, a todos los ámbitos.

La privatización ha supuesto pérdida de calidad y precariedad

En la actualidad esto no es así. Los servicios públicos están infradotados, son insuficientes, excluyen procesos necesarios y no alcanzan a todos los territorios, dejando especialmente desabastecido el medio rural. La privatización que han sufrido muchos de estos servicios han supuesto una pérdida de calidad y un aumento de las contrataciones precarias mientras que han enriquecido a las empresas que los gestionan.

España está por debajo de la media de la UE en gasto sanitario (-1,1%), educativo (-0,7%), de protección social (-1%), de vivienda (-0,1) o de servicios públicos generales (-0,2%). Otros gastos necesarios, como los de la lucha contra la violencia machista o la pobreza infantil siguen estando lejos de lo necesario para abordar estos problemas.

El caso de la sanidad

En el caso de la sanidad, entre 2010 y 2017, el Estado español perdió más de 12000 camas de hospitales a pesar del aumento de la población. En la actualidad tenemos 243 camas/100000 habitantes, siendo el vigesimoquinto país de la UE-28, cuya media es de 372 camas/1000000 habitantes. El personal enfermería se sitúa en 574/100000 habitantes en el puesto 18 de los 23 países con datos de la UE, cuya media es de 850/100000 habitantes.

En el informe State of Health in the UE. España. Perfil sanitario nacional 2019, la Comisión Europea advierte que una importante parte de los profesionales sanitarios tienen contratos temporales, lo que aumenta la tasa de rotación del personal. Además, los conciertos público-privados han derivado parte del gasto sanitario a beneficios empresariales.

En la Comunidad de Madrid, una de las regiones más privatizadas (donde la crisis de la COVID-19 ha sido más aguda), se han construido siete hospitales de concesión privada, con sobrecostes calculados en 3500 millones €, pero en total disminuyó el número de camas.

Lecciones de la crisis de la Covid-19

Por desgracia la crisis de la COVID-19 ha mostrado que no se puede atender una emergencia en condiciones porque los servicios públicos, que ya estaban desbordados, no están preparados. La infradotación de hospitales y de residencias de mayores, el poco personal sanitario, la falta de camas, las pocas ayudas a la dependencia (con más de 425.000 personas en lista de espera) o la precariedad de los servicios sociales (con recortes de 2.200 millones euros en 2013) han dificultado la actuación ante una emergencia ya no solo sanitaria, sino social y alimentaria, en el que se prevé pasar de 6 millones de personas atendidas en Servicios Sociales a más de 10 millones antes de acabar el año. El personal sanitario ha trabajado con una falta de seguridad absoluta. Esto no es de recibo cuando da la cara día a día tratando de salvar el máximo de vidas.

La pandemia está siendo especialmente cruda en las residencias de mayores, un sector altamente privatizado (en torno al 85% son residencias privadas y cada vez más están en manos de fondos de inversión) en el que se lleva años denunciando el mal estado de las instalaciones y la situación del personal, escaso, saturado y mal remunerado. De hecho, la Fiscalía investiga a 38 residencias de España, 19 de ellas en Madrid, donde se ha producido la mayor mortandad (en torno al 70% de las muertes por COVID-19 de la región).

Medidas urgentes

Queremos medidas de choque urgentes que aseguren la mejor atención para las personas que necesitan estos servicios, muchas de las cuales se han quedado excluidas (como por ejemplo el alumnado sin acceso a internet). Queremos la protección adecuada de quienes están en primera línea, de quienes nos han mantenido como sociedad, los denominados «servicios esenciales», especialmente el personal sanitario y de las residencias: demandamos recursos de protección individual y colectiva no defectuosos, test diagnósticos efectivos para personas trabajadoras y medios adaptados a las condiciones de crisis.

Queremos además la reversión de las privatizaciones y el aumento de la inversión para que los servicios públicos sean universales y de calidad, garanticen condicione laborales dignas y fomenten una sociedad más justa y sostenible ambientalmente. De esta crisis solo podemos salir si reforzamos los servicios públicos, por eso rechazamos los recortes y los planes de austeridad impuestos por la UE que llevamos sufriendo una década y que tanto estamos padeciendo ahora. Apostamos por la ampliación de lo público en ámbitos como la investigación, la vivienda, la banca, la energía renovable o las infraestructuras agroalimentarias, para asegurar que la recuperación económica favorece a la ciudadanía.




lunes, 4 de mayo de 2020

RBU: La peor de la soluciones (a excepción de todas las demás)


Todavía hay quienes albergan dudas respecto a que la renta básica universal sea una adecuada solución a la pobreza y desigualdad crecientes en nuestra sociedad. Pero la realidad palpable demuestra que el empleo precario —que convierte a los trabajadores en pobres estructurales— y las ayudas condicionales —que llevan décadas aplicándose y no han conseguido erradicar la pobreza— son medidas muchísimo peores. Son, de hecho, experiencias fracasadas. Es hora de comprender las nuevas realidades del trabajo y la idea de libertad real que alienta en la propuesta del ingreso garantizado.

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Tras la catástrofe humana causada por el Covid19, todos los indicios apuntan a que su derivada socioeconómica tendrá una dimensión igualmente catastrófica. Desatando un vendaval que ya está derribando muchos tenderetes ideológicos y deja aflorar opiniones favorables a establecer algún tipo de ayuda económica a las personas más vulnerables. Se ha hablado de rentas de emergencia o de cuarentena. Y parece que el Gobierno estudia la puesta en marcha en España de ese Ingreso Mínimo Vital que duerme el sueño de los justos en algún programa electoral.        

Sin embargo, ninguna de esas propuestas encaja en la definición de lo que sería una auténtica renta básica universal (RBU), es decir: un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad, o residente acreditado, sin tomar en consideración si es rico o es pobre, o dicho de otro modo, independientemente de en qué puedan consistir otras posibles fuentes de rentas, y sin importar con quién conviva.

Esto significa que es una renta obtenida a priori, sin averiguaciones previas sobre su situación personal. Si bien será a posteriori, el momento de rendir cuentas al Fisco cuando todos, ricos y pobres, tengan que pasar por la ventanilla fiscal, y pagar, o no, el correspondiente impuesto sobre la suma de sus rentas. Salvo el tramo correspondiente a la RBU, que estaría exento de imposición. 

La idea de la renta universal va calando cada vez más en el ánimo de una ciudadanía a la que se le hace insoportable la desigualdad producida por las políticas neoliberales. Pese a ello, los diversos bandos de tirios y troyanos enfrentados en la palestra parlamentaria contemplan la propuesta con desconfianza. Llegando, en algunos casos, a manifestar un rechazo que tiene más de visceral que de raciocinio.  

Tiene muchos defectos, dice mi madre, y demasiados huesos, dice mi padre...", dice la letra de una vieja canción de Joan Manuel Serrat. Y algo similar dicen los artilleros de la batería de críticas que disparan contra la RBU con munición de índole antropológica y moral algo viejuna. La primera e invariable objeción es que esa renta desincentivaría en la gente el deseo de trabajar. 

El delicado momento actual aconseja guardar a las vísceras en la nevera y utilizar el raciocinio: Trabajar, de acuerdo, pero ¿en qué, cuándo, cómo y dónde? Hay que explicar qué clase de trabajo podría desincentivar un ingreso garantizado. ¿Hablamos de esa amplia gama de empleos precarios que han alumbrado la categoría laboral de trabajadores pobres? Porque hay una evidente contradicción en predicar el dogma de que el trabajo dignifica al tiempo que se pagan salarios por debajo del umbral de pobreza.

La asociación mental entre RBU y holgazanería ha sido desmontada por el propio modelo productivo de nuestros días, que ha revelado su incapacidad para suministrar a toda la población esa mercancía denominada ‘empleo’. Y que no es más que un artefacto económico averiado. Las medidas de distanciamiento físico dirigidas a evitar el contagio por el Covid19 han acelerado el tránsito hacia un proceso que ya estaba en marcha: el teletrabajo. Acercándonos al modelo laboral descrito como Sociedad 20-80, en la que bastará el trabajo de alrededor del 20% de la población activa para hacerla funcionar.

Esa minoría de trabajadores cualificados será, o está siendo ya, suficiente para asegurar el control de las máquinas y los procesos productivos. El 80% restante de la población sólo tendrá acceso a empleos de bajísima cualificación, serviles en su mayoría, o se verá condenada al desempleo estructural. 

No obstante, los predicadores de la moral laboralista, ciegos y sordos ante esta realidad, siguen castigando nuestros oídos con su eterna y cada vez más desafinada cantilena: "con la RBU, la gente no trabajaría". Y cuando alguien dotado de talante socrático, les pregunta: "¿Y tú, qué harías? se apresuran a responder muy circunspectos: "No, yo por supuesto seguiría trabajando”. Según estos fariseos, en el siglo XXI la humanidad se divide en dos subclases: ellos, los virtuosos guardianes de la moral, y "la gente", esa mayoría a la que el capricho de Natura quiso nacer holgazana.  

El nuevo contrato social que será necesario para asegurar la convivencia tras los desastres causados por la reciente (last but not the least) pandemia vírica, exige salir de las zonas de confort ideológico que han servido para definir la sociedad del ayer. Porque, en la era de la Cuarta Revolución Industrial, cuando el modelo productivo ya no es capaz de ofrecer empleo digno y suficiente a toda la población, está claro que habrá que garantizar la supervivencia de las personas respetando al mismo tiempo su dignidad.

Abandonar prejuicios implica, de paso, no hacer el ridículo con el argumentario. Porque resulta pintoresca esa otra objeción que se ha podido escuchar estos días, afirmando que la RBU significaría una mayor intervención del Estado en la vida de los individuos, convirtiéndolos en dependientes.  

Presumir que la prestación universal incrementaría el grado de intervención del Estado en la vida personal sugiere la sombría y distópica visión de una sociedad en la que, para recibir la RBU, todas las personas deberíamos acudir periódicamente a las ventanillas de Leviatán, convirtiéndonos así en súbditos sumisos a su omnímodo poder. 

Pero es justo en este punto cuando la objeción se derrumba al chocar contra su propia argumentación. Porque, hasta el día de hoy, son precisamente las ayudas condicionales a la gente en situación de necesidad la que de hecho constituyen un factor de servidumbre y dominación sobre las personas por parte de la Administración. Son las personas vulnerables las que se ven sometidas a grandes humillaciones durante el proceso de concesión, vigilancia y eventual castigo de infracciones al régimen de ayudas. 

Frente a ello, la propia idea de universalidad de un ingreso que garantice a todo el mundo el derecho a la existencia la que rompe radicalmente con esa dependencia. Al día siguiente a la promulgación de una ley que consagre el derecho universal de todas las personas a percibir una RBU los agentes estatales pierden la actual potestad discriminatoria e intervencionista sobre los individuos. Al Estado no le queda otra misión que la de asegurar la correcta distribución del rédito, sin más preguntas ni investigaciones. 

¿Somos dependientes del Estado al utilizar una carretera? Habría que forzar mucho el argumentario para asegurar que el Estado controla nuestra libertad de movimiento a través de la red vial. Una carretera es una infraestructura construida a instancias del Estado y puesta a disposición de toda la población como un servicio de carácter universal que a nadie discrimina. El único control ejercido por el Estado sobre las personas concierne al respeto de las reglas de juego orientadas a la seguridad de todos los usuarios. Y en esto hay un consentimiento general del conjunto de la sociedad para que se persiga, por ejemplo, a los conductores que ponen en peligro la vida de terceros. 

Elevando la mirada, encontramos otra medida de sagrado carácter universal: el derecho al sufragio, una conquista civil irrenunciable. Nadie en su sano juicio se permite la frivolidad de afirmar que cuando acude a las urnas sufre una dependencia del Estado. Aunque es obvio que son agentes estatales los encargados de organizar la infraestructura electoral y velar por el buen orden de los comicios. 

De la misma forma en que hoy no sería de recibo establecer alguna forma discriminatoria en el ejercicio del voto, el ingreso incondicional y garantizado es un potencial derecho de toda la ciudadanía. Hoy por hoy, la RBU es la única fórmula que satisface la doble condición de asegurar la supervivencia y la dignidad de la gente. Algo que, tras décadas de aplicación, no han logrado las ayudas condicionales a la pobreza cuya vigencia se justifica en el hecho de que siga habiendo pobres. 

Los acérrimos enemigos de la RBU, en vez de perder su tiempo arremetiendo contra los defectos de algo que hasta ahora no es más que una propuesta, deberían explicar es la razón por la cual lo que no funcionan son esa maraña de rentas de indigencia condicionales que atrapan sin remisión a los vulnerables. Quienes caen en ella, no abandonan jamás su condición de pobreza.

Así que, colocando en un plato de la balanza las virtudes de la renta básica universal y en el otro sus presuntos defectos, podremos concluir que tal vez se trate “del peor de todos los sistemas de protección social… con excepción de todos los sistemas restantes”, parafraseando cierta caracterización de la democracia atribuida al premier británico Winston Churchill.

Pese a todos sus defectos (véase el lamentable espectáculo ofrecido en tiempos de desolación por los partidos de la derecha celtibérica), la democracia elimina al menos los males producidos por las dictaduras. De igual manera, el ingreso garantizado abre ante la mayoría de la población un horizonte de libertad real frente a la opresión liberticida del totalitarismo económico. 


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