martes, 24 de junio de 2014

Una coronación freak en el Reino de Celtiberia (Show)

Al anunciar Filipo que iba a atacar Corinto, y al estar todos dedicados a los trabajos y corriendo de un lado para otro, alguien observó que Diógenes empujaba la tinaja en que vivía. Preguntado por su actitud, explicó éste: "Porque estando todos tan apurados, sería absurdo que yo no hiciera nada. Así que echo a rodar mi tinaja no teniendo otra cosa en la que ocuparme".
 
Declaro hallarme afectado por el genuino síndrome de Diógenes. No, no se trata de ese trastorno que padecen algunos mayores que acaparan montones de basura en sus viviendas y al que impropiamente se le ha dado el nombre del filósofo griego Diógenes de Sínope. El que vivía en una tinaja en el centro de Atenas y desde allí desafiaba con sus ironías al Orden Establecido. 

El asombro ante la magnitud del ruido mediático que ha envuelto la sucesión en la Corona de España me lleva a seguir el mentado ejemplo de Diógenes y menear un poco este blog para que no se diga que no me hago eco, sin prisas, slowly, de un hecho excepcional: el relevo en la Jefatura del Estado. Evento que en un país moderno ocurre con cierta frecuencia y se acomoda al sentir ciudadano expresado en las urnas. Spain is different, y con el fin de proveer ese cargo público, aquí mantenemos, a cuerpo de Rey, a los miembros de una familia privada que ejerce el monopolio de la jefatura con legitimidad más que dudosa. 

Oé, oé, oé: lo llaman democracia y no lo es, dice el eslógan protestatario. De forma más estricta, la democracia también se define como respeto de los procedimientos. Pues bien, nuestro monarca patrio, Juan Carlos I de Borbón, en vez de ejercer hasta la muerte ese cargo vitalicio para el que no hay prevista jubilación, de la noche a la mañana y con el marrón de la imputación de su hija, la Infanta Cristina, por delitos fiscales a punto de estallar, decide abdicar. Entonces, todo el sistema institucional tiene que echar a correr con el fin de improvisar las reglas de tal abdicación: a) el monarca anuncia su decisión; b) las Cortes aprueban un decreto de cuatro líneas facultando al monarca para ejercer la facultad abdicatoria; c) el monarca sanciona el decreto que le faculta para abdicar; d) entonces, en estricto cumplimiento de la ley, va y abdica. O sea, un procedimiento propio de la factoría de los hermanos Marx.

Tras la abdicación del padre llega el turno del hijo. El jueves 19 de junio, festividad católica del Corpus Christi, en un Madrid tomado por 7.000 policías, con el centro de la ciudad cortado al tráfico, estaciones de metro cerradas, calles semivacías y prohibición de cualquier manifestación de disenso, Felipe VI de Borbón asumió la Jefatura del Estado. 

Tanto los voceros del Establecimiento como el propio interesado, por la cuenta que le trae, han remarcado que este es el primer Rey constitucional. En efecto, Juan Carlos I, El Abdicado, heredó directamente la Jefatura del Estado del dictador Francisco Franco, apodado Caudillo

Designado por Ley de veintidós de julio de mil novecientos sesenta y nueve Sucesor, a título de Rey, en la Jefatura del Estado el Príncipe Don Juan Carlos de Borbón; precisadas sus funciones en relación con el artículo once de la Ley Orgánica del Estado por Ley de quince de julio de mil novecientos setenta y uno; habida cuenta de la situación que las previsiones sucesorias pueden originar, en razón de la triple titularidad vitalicia del Caudillo [...] (*).



Después de esto, a quienes vivimos el proceso de la Transición española a la democracia no nos extraña lo que afirma el filósofo escocés David Hume (1711-1776): "Casi todos los gobiernos que hoy existen, o de los que queda recuerdo en la historia, fueron originalmente fundados sobre la usurpación o la conquista, cuando no sobre ambas, sin ninguna pretensión de libre consentimiento o sujección por parte del pueblo [...]. Por tales artes se han establecido muchos gobiernos, y este es todo el contrato original de que pueden jactarse. 


La línea sucesoria en la Jefatura del Estado español
Tras la nula legitimidad del padre, ahora el hijo asciende a la categoría de Rey en virtud de lo dispuesto en la Constitución española de 1978. Lo que ha dado pie al  aparato propagandístico del Establecimiento Nacional a difundir la especie de que Felipe VI es el primer rey constitucional.
Argumento un tanto espurio. Pues al ser Felipe hijo de un Rey preconstitucional y democráticamente ilegítimo, en cierto modo, es nieto político del Caudillo. Para poder invocar legitimidad constitucional, el pueblo debería votar una nueva Constitución, o al menos una reforma de la vigente. En la que se incluyó la monarquía como forma de articulación del Estado, opción aristotélicamente aceptable, pero con el truco de considerar monarca a la persona designada por el dictador. Es entonces cuando Juan Carlos debería haber abdicado para entrar en la historia con cierto grado de honorabilidad.  

En cualquier caso, aceptando los hechos consumados de carácter práctico que, en 1978, llevaron a la voluntad popular a asumir como un mal menor esa "transacción" entre los poderes fácticos y los emergentes denominada Transición, "aun cuando hubiera existido tal contrato, las cláusulas del mismo no estarían vinculando a los descendientes de quienes establecieron el pacto", sigo aquí a Hume al pie de la letra. Más allá del referéndum sobre monarquía o república que algunos reclaman, para asegurar la convivencia actual de las gentes que hoy poblamos España, lo más efectivo sería pactar una nueva constitución.

Sine estética, nulla ética est. Para colmo, la estética de la coronación fue absolutamente deplorable. No digo que faltaran vestidos y uniformes bien cortados con cargo al presupuesto, pero eso es simple guardarropía. No hubo multitudes en las calles aclamando al nuevo Rey en el paseíllo que realizó en coche descubierto, ni tampoco en la plaza frente al palacio de Oriente desde donde la familia real saludó a su amado pueblo saliendo al consabido balcón. Un pueblo, por cierto, que ni ama a la monarquía ni está educado para entender el concepto de república. Para colmo ¿a qué vienen esos besos y melindres familiares en público y en el balcón palaciego? Sinceramente, yo pago mis impuestos para sostener, pese a mis preferencias políticas, a esa modalidad de Jefatura del Estado y lo menos que cabe esperar de los miembros de la real familia es que vistan no sólo el uniforme, también el propio cargo, con el mayor decoro. Guardando un poco de compostura y firmeza en el balcón, lejos de esa cursilería gestual más propio de la clase media en vías de extinción por las políticas neoliberales que de los máximos altos cargos del Estado. Que ya tendrán tiempo de besarse en casa.

Y hablando de besos, ¿qué me dicen de la actitud de la flamante nueva Reina ante el cardenal integrista Rouco Varela  en el curso de la recepción real o "besamanos" celebrado en el interior del palacio? ¿Es aceptable que la  Cabeza Máxima del Estado se incline ante la jerarquía de la iglesia católica? ¿Esto es estética o acto de sumisión?
Besamanos real: ¿Quién besa la mano a quién?

Ante tal cúmulo de despropósitos de toda índole en el fondo y en las formas de esta Coronación celebrada en tierras de la Celtiberia Show, no queda sino suscribir estas palabras de Borbones contra Lannisters: FIGHT! una entrada del blog Vicisitud & Sordidez, que les invito a visitar: "Seamos coherentes: no es compatible el estar reivindicando la república mientras, a la vez, nos dedicamos a ocupar la mitad del día haciendo spoilers de ‘Juego de tronos' a todos los amigos en Facebook. No tiene sentido hablar de lo caduca y antidemocrática que es la sucesión hereditaria mientras debatimos si Stannis merece o no el trono [...]. Pero una cosa es cierta: SÍ que podríamos entrar en un furor antimonárquico bajo una condición: que los Borbones, pese a tener todos los atributos de la realeza, no sean capaces de darnos el espectáculo de la casa que realmente mola en este culebrón disfrazado de serie de HBO, pero culebronazo de toda la vida al fin y al cabo. Friki".

Pues eso, una coronación absolutamente freak, cuya guinda la ha puesto el Partido Popular, otra formación política integrada por freaks y atravesada por la corrupción, defendiendo en solitario el aforamiento de urgencia del viejo Rey "por una impagable deuda de gratitud". 




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(*) Ley 28/1972, de 14 de julio, por la que se dictan normas de aplicación a las previsiones sucesorias.  «BOE» núm. 171, de 18 de julio de 1972, páginas 12906 a 12907 (2 págs.)

TEXTO
Designado por Ley de veintidós de julio de mil novecientos sesenta y nueve Sucesor, a título de Rey, en la Jefatura del Estado el Príncipe Don Juan Carlos de Borbón; precisadas sus funciones en relación con el artículo once de la Ley Orgánica del Estado por Ley de quince de julio de mil novecientos setenta y uno; habida cuenta de la situación que las previsiones sucesorias pueden originar, en razón de la triple titularidad vitalicia del Caudillo, de conformidad con lo que se establece en nuestras Leyes Fundamentales, es conveniente evitar toda laguna en la aplicación de las mismas, precisando el alcance de sus normas en los posibles supuestos.

A tal fin, y en virtud de las atribuciones que me concede la disposición transitoria primera de la Ley Orgánica del Estado,

DISPONGO:
Artículo primero.

La Jefatura del Estado, la Jefatura Nacional del Movimiento y la Presidencia del Gobierno corresponden, con titularidad vitalicia, al Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos, de conformidad con lo dispuesto en el artículo segundo de la Ley de Sucesión y disposición transitoria primera de la Ley Orgánica del Estado, en relación con los artículos dieciséis y diecisiete de la Ley de treinta de enero de mil novecientos treinta y ocho, y siete de la Ley de ocho de agosto de mil novecientos treinta y nueve. Todo ello, sin perjuicio de las potestades que otorgan al Jefe del Estado los artículos catorce y quince de la Ley Orgánica del Estado, en función de las disposiciones anteriormente citadas.

Artículo segundo.

Producido el supuesto de las previsiones sucesorias, el Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón, prestará juramento y será proclamado Rey por las Cortes Españolas, conforme a lo dispuesto en el artículo cuarto de la Ley de veintidós de julio de mil novecientos sesenta y nueve, en relación con el artículo siete de la Ley de Sucesión y dentro del plazo de ocho días, desde aquel en que se produzca la vacante. El Consejo de Regencia, que asumirá los poderes en nombre del Príncipe de España a tales efectos, ejercerá las funciones que señala la Ley de Sucesión, salvo las que supongan acuerdo entre la Jefatura del Estado y Consejo del Reino, las cuales son privativas del Sucesor y diferidas al momento en que preste el juramento establecido.

Artículo tercero.

Al producirse las previsiones sucesorias sin que el Caudillo hubiera designado Presidente del Gobierno, el Vicepresidente del Gobierno quedará investido, en virtud de esta Ley, del cargo de Presidente del Gobierno hasta que el Rey haga uso de la potestad que le otorga el artículo quince de la Ley Orgánica del Estado o se produzca alguna de las circunstancias que dicho artículo contempla.

Artículo cuarto.

La presente Ley entrará en vigor el mismo día de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado».

Dada en Madrid, a catorce de julio de mil novecientos setenta y dos.

FRANCISCO FRANCO



miércoles, 11 de junio de 2014

Del deber de la desobediencia civil

Del deber de la desobediencia civil es el título de una conferencia escrita por H. D. Thoreau y publicada en 1848. En ella explica los principios éticos que guían la desobediencia civil que él mismo puso en práctica: en el verano de 1846 se negó a pagar sus impuestos, lo que motivó su detención y encierro en prisión.

Con perplejidad, hartazgo e indignación la ciudadanía española asiste al fracaso del Sistema político e institucional vigente desde la Transición a la democracia. Se convocan cientos de manifestaciones de protesta cuyos participantes corean al unísono: Oé, oé, oé, lo llaman democracia y no lo es. Un eslogan lapidario acompañado de una coda que resuena con la contundencia de un redoble de tambor: Que no nos representan, que no, que no, en alusión a la cada vez más desprestigiada clase política profesional. Hemos llegado a un punto en el que, posiblemente, a las ciudadanas y ciudadanos conscientes de la gravedad de la agresión a nuestros derechos ya no nos queda otro recurso que el de la desobediencia civil.

El 6 de diciembre de 1978, el texto de la Constitución consensuada entre las fuerzas políticas del momento fue refrendado por la mayoría del censo electoral. Era el punto de partida para que la democracia se convirtiera en la forma política que debía asegurar la convivencia social tras la ominosa dictadura de la derecha franquista. Treinta y cinco años después, las estructuras democráticas creadas en la Transición ofrecen claras señales de agotamiento y una miríada de corruptos se ha infiltrado y corrompe los pilares del Estado.

Esto se produce cuando el huracán de la crisis económica desatada golpea a España con especial intensidad, pues por sus viejas tierras prolifera y campa a sus anchas una peligrosísima plaga de malhechores que arramblan con cuantos bienes de titularidad pública encuentran a su paso. Entre ellos los de la Sanidad y Educación públicas, bienes esenciales para asegurar la solidaridad y la igualdad de oportunidades. Destrozan asimismo las leyes que garantizan derechos sociales básicos en materia de salarios, condiciones laborales y pensiones dignas.

Cuando una plaga de facinerosos asola una ciudad, cometiendo toda suerte de tropelías, lo normal es que sus habitantes, alarmados, eleven la mirada hacia los gobernantes del Estado para que organicen los oportunos servicios de vigilancia y extinción del bandidaje. En el caso que nos atañe, una ciudadanía estupefacta e indignada comprueba que las autoridades hacen la vista gorda ante la delincuencia. Ya que, en muchos casos, el saqueo de arcas e instituciones públicas se está produciendo desde el interior de las propias estructuras del Sistema teóricamente llamado a representar la voluntad soberana del pueblo.  

Hablamos de gente investida con una dignidad o cargo importante, conferido por la voluntad de las urnas, que aprovecha ese cargo retribuido con dinero del contribuyente para desmantelar servicios públicos esenciales y entregarlos a negociantes privados. Vampiros antisistema que desangran las arcas de la Hacienda Pública en beneficio de los banqueros cuyos manejos delicuenciales causaron la actual crisis económica. Pero los gobernantes y parlamentarios, presuntos representantes del pueblo, están más atentos a conceder indultos a banqueros convictos y amnistías fiscales al defraudador y al corrupto, que a poner coto a la cadena de desahucios contra la gente que, agobiada por la crisis, no puede pagar la hipoteca de su vivienda.

Pues ni el Parlamento ni el Gobierno —no digamos la Jefatura del Estado, máximo cargo público que, paradójicamente, lo ostenta en régimen de monopolio una sola familia— han hecho nada para impedir la insostenible situación social que atraviesa España. Un país donde se cuentan por millones las personas condenadas a malvivir en la pobreza por causa del paro y de los recortes, brutales y a golpe de Decreto-Ley, de salarios, pensiones y prestaciones por desempleo.

¿Significa eso que estemos condenados por un fatal destino a languidecer en el abandono y en la resignada aceptación de la servidumbre voluntaria? Nada de eso, pues tenemos una vía alternativa. Antes de llegar al ejercicio de esa última ratio encarnada en el “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”, recogido en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la historia política ha desarrollado y puesto a nuestro alcance una penúltima ratio: la desobediencia civil.

El primer argumento para obedecer una ley se refiere a la legitimidad del gobierno que exige su cumplimiento. Habitualmente, se entiende que un gobierno es legítimo cuando es democrático, esto es, cuando su poder emana de la soberanía popular. Al menos eso es lo que mantiene la “teoría del consentimiento”, debida esencialmente a John Locke: un gobierno adquiere su legitimidad cuando su origen responde al consentimiento de los gobernados. Estos, en consecuencia, tienen el deber de obedecerlo porque “han consentido” su mandato. La obligación de obedecer la ley será entonces similar a la obligación de cumplir una promesa.

Visto así, la obediencia a la ley sería la contrapartida de un pacto. El último gran pacto social fue el representado por el Estado del Bienestar. De inmediato surge una cuestión clave: ¿qué debemos hacer cuando el Gobierno rompe ese pacto?

El segundo argumento para prestar obediencia a las leyes concierne a la utilidad de las mismas. Lo que afecta de lleno a otra cuestión crucial: ¿Qué utilidad pública —para el pueblo— se desprende de leyes que privatizan los servicios públicos de Salud; de leyes que reducen las condiciones laborales a los tiempos de la servidumbre; de leyes que permiten expulsar a gente de sus viviendas en beneficio de los bancos? ¿Acaso son útiles para la Nación las leyes que conceden amnistía fiscal a los defraudadores que se llevan sus ganancias fuera de nuestras fronteras?

El derrumbe de los pilares del Estado del Bienestar no se produce por un fracaso técnico del mismo. Es el fruto espurio de la inmoralidad y deslealtad de los dirigentes y administradores del Sistema, más dados a hablar de libertad que a garantizarle a las personas su derecho a la existencia libre de trabas. Es cierto que hay una profunda crisis económica causada por el mundo financiero, pero no es menos cierto que esta crisis se ha visto agravada por la incomparecencia de la política. 


En las calles hay semáforos y señales para regular el tráfico rodado, y nadie piensa que ello suponga alguna merma de su libertad. ¿Por qué habría de suponer un quebranto para las libertades ciudadanas el hecho de que se pusieran semáforos a la circulación del dinero destinado a inversiones no productivas? Es decir, a la especulación pura y dura. Pero los gobernantes elegidos por el pueblo no sólo no han regulado las actividades económicas. Han ido mucho más allá, concediendo a la banca astronómicos préstamos avalados por la Deuda Pública. Una deuda que el Estado habrá de pagar con el dinero obtenido de los impuestos. Y que el Gobierno sólo sabe cargar sobre las espaldas de los ciudadanos cuyo voto, por activa o por pasiva, le permite gobernar.

Entonces, ¿debemos seguir pagando impuestos cuando los ingresos fiscales se destinan a fines detestables? ¿Debemos obedecer leyes promulgadas en flagrante violación del pacto social? ¿Debemos prestar obediencia a unas autoridades que se conducen de manera inmoral?

En tales circunstancias, el primer y sacrosanto deber moral, ético y político de la persona consciente de sus derechos es negarse civilmente a obedecer esas leyes que fueron paridas en el lecho de la más absoluta ilegitimidad.

En el verano de 1846, el ciudadano estadounidense Henry David Thoreau fue detenido y encerrado en la cárcel local de Concord (Massachussets) por negarse a pagar el poll tax, o contribución urbana. Adujo, entre otras razones, su negativa a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustas. Refiriéndose en concreto a la que en aquel momento había declarado Estados Unidos a Méjico. A raíz de este episodio escribió Resistance to Civil Government, cuyo texto adaptaría más adelante a una conferencia Sobre el deber de la desobediencia civil. Tras sucesivas correcciones, en 1866 se publicó como un ensayo con el título definitivo de Desobediencia Civil.

En dicha obra, Thoreau plantea el derecho a la desobediencia desde la perspectiva de un radicalismo democrático “a la americana”, en la línea de Alexis de Tocqueville. En esa época los americanos del norte se sienten “progresistas” y orgullosos de su revolución, pionera en el establecimiento de los derechos civiles proclamados en su Constitución. Precisamente, uno de los reproches que Thoreau dirige a sus compatriotas será el haber dejado adormecer el espíritu en brazos del conformismo material, olvidando ejercer el saludable derecho a rebelarse contra el Orden Establecido

Dharana es un sello editorial que acaba de hacer un gran esfuerzo para poner al alcance del gran público, a un precio asequible, esta obra del pensamiento filosófico y político cuya lectura resulta imprescindible para toda persona deseosa de poner coto a la gran iniquidad que asola España. El libro, con prólogo del autor de este blog, se puede adquirir en Madrid en las librerías Dharana y La Malatesta y también por Internet, al precio de ocho euros, con gastos de envío incluidos a través de este enlace.



lunes, 2 de junio de 2014

¿Se promulgará una amnistía para los grandes delincuentes del Reino de España?

Los fastos de la inminente entronización del príncipe de Asturias como sucesor de Juan Carlos I conllevan el riesgo añadido de que se promulgue una amnistía que saque de la cárcel a los grandes delincuentes financieros y declare sobreseídas las causas pendientes contra el resto de facinerosos de altos vuelos.

George Grosz (1893-1959)
Existe un general consenso en que el respeto de las normas del tráfico rodado en las carreteras del Reino de España redunda en el bienestar público. Por supuesto que hay personas de escaso espíritu cívico que se saltan a la torera estas normas, siendo sancionados por ello si la infracción es detectada por los agentes encargados de velar por su cumplimiento. Con relativa cercanía en el tiempo, dos de estos infractores han sido personas de gran relevancia en las altas esferas del Establecimiento, es decir, el meollo del Orden Establecido.

La primera fue, como es público y notorio, Esperanza Aguirre, condesa consorte de Murillo, destacada figura del Partido Popular, expresidenta de la Comunidad de Madrid y activa propagadora de la fe neoliberal. Aparcó su coche en mitad del carril bus en plena Gran Vía madrileña y cuando los agentes de movilidad acudieron a denunciarla, se dio vergonzosamente a la fuga con su vehículo. Su caso está en manos del correspondiente juzgado.

El siguiente infractor de relumbre ha sido nada menos que un magistrado del Tribunal Constitucional. El juez Enrique López, muy próximo al PP, se saltó un semáforo en rojo en la confluencia de la calle de Vitruvio con el paseo de la Castellana, descubriéndose que iba literalmente borracho como una cuba. Requerida la  presencia de un equipo de atestados de la Policía Municipal se le realizaron siete pruebas de alcoholemia al magistrado debido a que este "cortaba el soplido sin motivo aparente". Por lo que los agentes le advirtieron de que su actitud podría ser considerada como una negativa a someterse al test. Que arrojó un resultado de 1,12 miligramos de alcohol por litro de aire espirado, cuando la tasa máxima para los particulares para manejar vehículos de motor es de 0,25 miligramos por litro.


El artículo 372 del Código Penal contempla penas de tres a seis meses de prisión —sustituible por multa o trabajos comunitarios— y retirada del permiso de conducir de uno a cuatro años a aquel que "que condujere con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0,60 miligramos por litro". En el caso de Aguirre, si el incidente se tramita como delito de resistencia o desobediencia grave a la autoridad, como pide la acusación particular, podría ser condenada a una pena de seis meses a un año de prisión. 

Tenemos, por otro lado, a un convicto amigo de la condesa y también del Rey en la cárcel: Gerardo Díaz Ferrán, expresidente de la gran patronal CEOE, condenado a varios años de cárcel por estafa. Al extesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, que también está entre rejas al igual que el cabecilla de la red Gürtel por orden del juez que investiga una gigantesca trama de corrupción. Cerca de un centenar de banqueros imputados en malversación de los dineros depositados por los clientes de sus respectivas entidades. Y por si fuera poco, Cristina hija del abdicado monarca, a la que Hacienda le ha descubierto grandes cantidades de dinero no declarado y que se encuentra al filo de ser imputada, como lo está ya su esposo, Iñaki Urdangarín, en un caso de apropiación indebida de fondos públicos.  

 
Gerardo Díaz Ferrán, Jaume Matas, el rey Juan Carlos y Arturo Fernández. Foto: La Celosía

Pese a las nutridas protestas en la calle contra la continuidad de la monarquía y a favor de la república, un sistema de gobierno más higiénico, el Régimen ha organizado un rápido proceso de sucesión de Juan Carlos I por su hijo Felipe de Borbón. Un proceso relámpago, casi una blitzkrieg contra el pueblo, para sentar al heredero en el trono antes de que, con la llegada de los calores caniculares, el Establecimiento cierre por vacaciones confiando en aplacar así el malestar de la opinión pública. Pero nos queda una duda añadida, y es la de si, coincidiendo con los fastos de la entronización, se promulgará una ley de amnistía que saque de la cárcel a los mencionados delincuentes y declare sobreseídas las causas contra el resto de facinerosos de altos vuelos.