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Murales Diego Rivera, Palacio Nacional, México DF |
Junto al derecho a la vida, que es el más sagrado e inalienable de los derechos humanos, debería formularse el derecho a no ser pobre, puesto que a las personas de tal condición el vivir el día a día no suele resultarles muy satisfactorio. Hoy, la pobreza sigue haciendo mella incluso en amplias capas sociales de los países avanzados, pese a las ayudas implementadas por gobiernos de distinto color. Es hora de aplicar a esta enfermedad social el sabio principio de la medicina: es mejor prevenir que curar. Y la mejor vacuna contra la pobreza consiste en garantizar a toda la población la percepción de un ingreso mínimo universal e incondicional. Sería, además, una indemnización por la ineficacia del modelo económico, que ha demostrado ser incapaz de ofrecer un empleo decente a cada persona.
Hablar de pobreza nos remite de inmediato a la cara opuesta de la moneda: la riqueza. Pues ambas realidades, tan complementarias como antagónicas, no pueden entenderse la una sin la otra.
Adam Smith (1723-1790), considerado el fundador de la Economía Clásica, mentor intelectual y "espiritual" del liberalismo económico, plasmó sus ideas en su Investigación sobre la Riqueza de las Naciones, el famoso libro que los adeptos al libre mercado consideran como la Biblia de la economía. En ese venerado texto —que son más quienes lo citan que los que lo han leído— hay pasajes tan rotundos y esclarecedores como este:
En las naciones de cazadores casi no hay propiedad, o como máximo no hay ninguna que supere el valor de dos o tres días de trabajo; y por eso no hay un magistrado permanente ni una administración regular de la justicia […]. Cuando hay grandes propiedades hay grandes desigualdades. Por cada hombre muy rico debe haber al menos quinientos pobres.[i]
Y siguiendo una línea de análisis que no dudaría en suscribir la mayoría de escritores revolucionarios, continúa el escocés:
En especial los ricos están necesariamente interesados en conservar un estado de cosas que pueda asegurarles sus propias ventajas […]. El gobierno civil, en la medida en que es instituido en aras de la seguridad de la propiedad, es en realidad instituido para defender a los ricos frente a los pobres, o a aquellos que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna.[ii]
Cuando aparecieron los primeros humanos, la tierra con todos sus recursos ya estaba ahí. El suelo material que pisamos y sobre el que se desenvuelve la vida humana no debería en absoluto ser considerado propiedad privada de persona alguna. En aras de la eficiencia productiva, tan sólo podría ser admisible un usufructo temporal de la tierra y todos sus recursos. naturales. Conforme a la vieja reivindicación: la tierra para el que la trabaja.
El republicano Thomas Paine (1737-1809) rechazó de plano esa falacia que pretende asentar la idea de que la pobreza es una exigencia a priori de la condición natural del ser humano. En Agrarian Justice (1795) afirma:
Si ese estado que se llama orgullosamente, quizá de modo erróneo, civilización ha promovido más la felicidad general del hombre o la ha dañado más es una cuestión que puede ser fuertemente contestada. Por una parte, el observador está deslumbrado por espléndidas apariencias; por otra, está conmocionado por miseria extrema; ambas cosas ha erigido ese estado. Lo más opulento y lo más miserable de la especie humana se encontrarán en los países que se llaman civilizados [...] La pobreza, por consiguiente, es algo creado por lo que se llama vida civilizada. No existe en el estado natural.[III]
Todavía, desde distintas posturas ideológicas se mantiene esa falaz convención que sostiene que la principal vía para salir de la pobreza es el trabajo. Distingamos, no obstante, entre la noción de trabajo —como potencialidad física e intelectual de la persona humana— y empleo, es decir, ese artificio social y económico de las sociedades desarrolladas.
En efecto, la humanidad ha estado "desempleada" durante la mayor parte de su historia. Los cazadores recolectores del Paleolítico, tras una larga jornada recorriendo el territorio en busca de sustento, seguramente llegaban a su cobijo agotados por el esfuerzo, pero no estaban "empleados". Como tampoco lo estaban los esclavos, los siervos de la gleba medieval o los campesinos libres. Aunque se deslomaran trabajando la tierra de sol a sol, no estaban empleados, es decir, no recibían una contraprestación salarial fijada en un contrato.
En la historia humana, el empleo es un invento bastante reciente. Ese artificio social que ha permitido organizar, mejor o peor, la producción y distribución de bienes, apenas tiene un siglo. Superada la fase explotadora más brutal del capitalismo manchesteriano del siglo XIX, el empleo —entendido como una relación laboral estable y aceptablemente remunerada— fue uno de los principales pilares del pacto fordista establecido a mediados del siglo XX.
Avería en el artefacto
Al día de hoy, una de las peores noticias socioeconómicas es que ese artefacto del empleo lleva averiado por lo menos un par de décadas. De una parte, la automatización deja fuera del mercado laboral a un sector cada vez más creciente de la sociedad que ya no puede acceder a un empleo decente que asegure su subsistencia e integración en la sociedad. Se trata de personas que han de conformarse con empleos de baja cualificación, generalmente en servicios secundarios. Surge así la peor de las paradojas del trabajo: la aparición de la la figura del poor worker o trabajador pobre.
La circunstancia de que una persona, pese a desempeñar un trabajo remunerado, permanezca en la pobreza destroza cualquier argumento a favor del empleo. No deja de ser una triste ironía el hecho de que en el momento histórico en que hay la mayor cantidad de recursos y tecnología disponibles para la producción, el empleo se haya convertido en un bien escaso. El volumen global de empleo disponible en el sistema productivo de un país desarrollado es decreciente, con lo que la "creación de empleo" no es, a estas alturas, más que una creencia quimérica.
Se ha derrumbado, por tanto, el argumento moralizante que prescribe el trabajo como vía para salir de la pobreza. Por otro lado, la realidad pura y dura de las políticas económicas y sociales demuestra con nitidez que todas las recetas clásicas para acabar con la pobreza han fracasado estrepitosamente.
Entre ellas, los subsidios y ayudas sociales condicionadas. Desde la promulgación de las Poor Laws en la Inglaterra del siglo XIX hasta hoy, el hecho de que cada cierto tiempo reaparezca de manera recurrente la propuesta de crear nuevas modalidades de rentas mínimas es un signo inequívoco de su ineficacia política y social.
En definitiva, ha llegado la hora de que el pensamiento político avanzado se decida a salir de la zona de confort ideológica, abandone supersticiones económicas y busque soluciones más eficaces, justas y generadoras de igualdad que esas rentas mínimas condicionales cuya única virtualidad consiste en prolongar la pobreza de quienes las reciben.
Una renta garantizada de forma incondicional a todos los individuos, sin necesidad de someterse a una prueba de recursos ante la Administración o de estar realizando algún tipo de trabajo. Se trataría, pues, de un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad: incluso si no quiere trabajar, sin tener en cuenta si es rico o pobre, sin importar con quien vive.
Junto al derecho a la vida, que es el más sagrado e inalienable de los derechos humanos —y como tal lo recoge la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas— debería consagrarse el derecho de toda persona a no ser pobre. Una legítima aspiración que, si bien intuitivamente podemos comprender y compartir, adolecería de rigor si se formula literalmente. Pues, un derecho enunciado en forma negativa pierde consistencia. Es preciso, por tanto, formular en positivo el derecho de toda persona a recibir un ingreso garantizado.
Felizmente, la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes aprobada en el Fórum Universal de las Culturas, celebrado en Monterrey, en 2007, ya contempla de manera expresa:
3. El derecho a la renta básica o ingreso ciudadano universal, que asegura a toda persona, con independencia de su edad, sexo, orientación sexual, estado civil o condición laboral, el derecho a vivir en condiciones materiales de dignidad. A tal fin, se reconoce el derecho a un ingreso monetario periódico sufragado con reformas fiscales y a cargo de los presupuestos del Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro residente de la sociedad, independientemente de sus otras fuentes de renta, que sea adecuado para permitirle cubrir sus necesidades básicas.[IV]
La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un documento que marca un hito en la historia de los derechos humanos. Elaborada por representantes de todas las regiones del mundo con diferentes antecedentes jurídicos y culturales, la Declaración fue proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948 en su (Resolución 217 A (III)) como un ideal común para todos los pueblos y naciones.
Mientras que la Declaración Universal de Derechos Humanos surge de una Asamblea de Estados, la Declaración de Derechos Humanos Emergentes se construye desde las diversas experiencias y luchas de la sociedad civil global, recogiendo las reivindicaciones más perfiladas de sus movimientos sociales.
Asimismo, mientras que la Declaración Universal de Derechos Humanos es una resolución adoptada solemnemente por las Naciones Unidas, como documento fundador de una ética humanista del siglo XX y el "ideal común a alcanzar" desde una óptica individualista y liberal, la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes surge desde la experiencia y las voces de la sociedad civil global en los inicios del siglo XXI.
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[I] Smith, Adam: Una investigación sobre la naturaleza y la causa de la riqueza de las naciones, trad. de Rodríguez Braun, Alianza, Madrid 1994, pp. 674-681.
[II] Ibíd.
[III] Paine, Thomas: Agrarian Justice, [IV] A instancias del X Congreso de la Basic Income European Network, el Fórum Universal de las Culturas (Barcelona, septiembre 2004) incluyó en su declaración final; "apoyamos: el derecho universal a percibir una renta mínima, garantía y fundamento de un nuevo concepto de ciudadanía"