miércoles, 9 de septiembre de 2009

Protección social: entre la precariedad y la hipocresía

La paga de 420 euros improvisada por el Gobierno para socorrer a los parados sin otros ingresos ha puesto de relieve una de las grandes carencias del Estado del Bienestar celtíbero: la falta de asistencia por parte del Estado a las personas que pierdan el empleo.


Todos los grupos parlamentarios han acusado al Gobierno de improvisación a la hora de establecer esta paga con la que los desempleados podrán subsistir a duras penas, comprando los artículos de primera necesidad mentados en el comentario precedente. En efecto, el equipo gubernamental ha sufrido vacilaciones a la hora de establecer la amplitud del colectivo de personas a las que ofrecerá esa cobertura de ese paraguas que protege algo de las intemperies del desempleo. Finalmente, bajo la presión sindical y de los partidos de izquierda, el Ejecutivo aceptó extender la ayuda de 420 euros mensuales a los parados que agotaron la prestación de desempleo a partir del 1 de enero, y no del 1 de agosto, como quería el gobierno. Como si perder el empleo en enero no tuviera la misma gravedad que perderlo en agosto.

No se debería esperar a que sobrevenga una crisis económica para conceder este tipo de ayudas. La Declaración de los Derechos Humanos, la Constitución Española y el sentido común, recogen la obligación de los Estados de atender a las personas en caso de desempleo.

Regular legalmente esta obligación política y moral debería hacerse en tiempos de bonanza, ya que en épocas de crisis siempre habrá quien esgrima el argumento de que no hay dinero para atender esta necesidad. Argumento que usa la derecha, cuyo partido más popular, considerando la impopularidad que le supondria oponerse frontalmente a la ayuda, pone en duda, en boca de su portavoz Dolores de Cospedal, la capacidad gubernamental para implementarla.

Es absolutamente necesario establecer un criterio claro y universal para el funcionamiento del sistema de protección de las personas en situación de desempleo. Un sistema que debería entrar en funcionamiento de manera automática cuando se produjera la contingencia. Sin ningún tipo de ambiguedades, para que todo el mundo entienda que es un derecho exactamente igual que las pensiones de jubilación.

Hace tiempo que se ha conseguido que el hecho de que una persona perciba una pensión vitalicia al término de su etapa laboral ya no sea criticado. Salvo por el mentado argumento de viabilidad económica. Por lo demás, el Artículo 41 de nuestra Constitución señala que "Los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente, en caso de desempleo".

Por lo tanto, se debe regular esta obligación de forma que se sustancie ese derecho del ciudadano desempleado a recibir una ayuda sin menoscabo de su dignidad. Eliminando de la misma la vergonzante calificación de subsidio,
que convierte en sospechoso de holgazanería a todo receptor de ayudas al desempleo, dando pie a críticas generadas en los foros de la cutredad ideológica. Por ejemplo, esa estupidez que afirma "Me parece bien que quieran ayudar a la gente necesitada, pero lo mínimo que podían hacer es ganar ese dinero con trabajos sociales, o haciendo carreteras".

Comentarios de ese tipo, que se pueden leer en las ediciones digitales de los periódicos, provienen de gente a la que seguramente le horrorizaría que la enviasen a trabajar construyendo carreteras por 420 euros al mes, sin pagas extras, que es en lo que consiste ese precario subsidio.

La imagen de obreros o presidiarios condenados a trabajos forzados cavando con pico y pala bajo la intemperie forma parte del imaginario represivo. En la realidad, las carreteras se construyen empleando maquinaria cuyo manejo precisa de operarios expertos. Si enviásemos a estos "cuatrocientosveinteuristas" a trabajar como forzados de Dragut, seguramente protestaría ese relevante sector del capitalismo que son las constructoras. Dirían que el Estado les hace la competencia. Porque, para ellas, el libre mercado consiste en que los gobiernos consignen en sus presupuestos cuantiosas partidas de dinero del contribuyente destinadas a la ejecución de obras públicas. Que naturalmente llevan a cabo dichas grandes empresas gracias a un sistema de licitación que no deja fuera del tajo a ninguna de ellas.

Las críticas a la protección social son habituales en cualquier latitud. Hace no mucho, la oposición brasileña atacó con intensidad el programa Bolsa Familia al conocer que el gobierno presidido por Lula da Silva destinará un plus de 250 millones de dólares para aumentar esa modesta ayuda. La oposición puso el grito en el cielo acusándolo de que "sólo crea una situación viciosa en la que los beneficiarios supuestamente dejan de buscar empleo porque tiene ese ingreso asegurado".

"Para quienes tenemos la suerte de conocer en la intimidad al presidente de Brasil, no deja de ser llamativa la dureza de sus términos en un hombre que se caracteriza por su tolerancia frente a los embates de la oposición y sus modales mesurados en el debate político", señala el ex presidente argentino Eduardo Duhalde, en su artículo La renta básica y la indignación de Lula, en el que se refiere a este episodio.

"Hay gente tan imbécil e ignorante que todavía dice que la Bolsa Familia convierte en vagos a quienes la reciben porque ya no quieren trabajar", dijo Lula. Y explicó el porqué de sus terminantes calificaciones: "La ignorancia es de tal magnitud que esas personas piensan que una familia va a preferir vivir con 85 reales mensuales antes que ganar un salario digno de 616 reales. Quienes hablan así son los mismos que creen que la gente vive en las favelas porque quiere; que son pobres porque no les gusta trabajar ni estudiar (...); es una forma simplista de ver las cosas que no contempla que el país está dividido entre personas que tuvieron oportunidades y personas que no las tuvieron".



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