sábado, 19 de abril de 2014

Gabriel García Márquez: Por un país al alcance de los niños


 Una imagen de perfil del escritor de enero de 2010. Foto: Daniel Mordzinski / EL PAÍS

Figuras de la talla de Gabriel García Márquez nos reconcilian con una civilización que sufre una crisis, sobre todo de valores, donde sólo lo económico parece tener importancia. Una civilización que no sólo ha producido banqueros, sino maestros en la literatura, las artes y las ciencias. Ahora, cuando el gran escritor ha emprendido su último viaje, el mejor homenaje que podemos rendirle es leer sus escritos. El que se reproduce a continuación es un ejemplo de reflexión histórica, política y moral con validez universal. Son estos los valores con los que podemos rearmarnos para combatir a los delincuentes financieros y a los gobernantes que los amparan.


                           Por un país al alcance de los niños    
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo génesis que empezaba aquel día.

Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con 10 millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.

En la esquina de los dos grandes océanos se extendían 40.000 leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos 12.000 años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que tal vez sea el destino superior de las artes- y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de 12 provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta 18 grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos, inspirados en las luces de la Revolución Francesa, instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de su hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar 800 prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia. Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese destino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores convencidos por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sáhara o maestros de inglés en Nueva York.

Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En ciudades menos pensadas de cualquier país puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de una calle cualquiera de Colombia: las casas de colores intensos, la fonda con el nombre de la ciudad amada, el salón de cine en español, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con sus chorros de músicas enloquecidas, la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el Papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por 800 años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.

Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo.

Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el 40 por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

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Palabras pronunciadas por el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, en la ceremonia de entrega del informe de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, en el palacio de Nariño.


5 comentarios:

  1. ¿QUÉ OPINAS DE ESTE TEXTO?
    RAFAEL NARBONA ME GUSTA NORMALMENTE, A VECES LO ENCUENTRO CRUDO EN EXCESO, LO ACHACO A MI DESCONOCIMIENTO.
    No sé qué pensar en este caso. Tarea que te he puesto: PAQUITA

    GARCÍA MÁRQUEZ Y EL AMOR AL DINERO,
    http://rafaelnarbona.es/?p=7372 Publicado en abril 20, 2014

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  2. En efecto, Caminante, también a mí me ha llegado ese artículo de Narbona, y lo considero absolutamente desacertado, cicatero y fuera de lugar y tiempo.

    Hace no mucho estuve en Barcelona. Llegué temprano en tren y me dirigí directamente al Museo Picasso, con la expresa intención de contemplar, por segunda vez en mi vida, la serie que el pintor malagueño realizó basándose en la Meninas velazqueñas. Una obra que figura entre mis preferencias de pintura contemporánea. No entraré ahora en sus detalles, sólo diré que, al terminar la visita, si alguien me hubiera pedido un comentario lo último que se me habría ocurrido hubiera sido hablar de la fortuna económica de Picasso.

    Con el tiempo, las biógrafos de los grandes genios nos pueden descubrir su lado humano. Y contarnos si, por ejemplo, a W.A. Mozart le gustaba pellizcar a las señoras en los salones de la época. Pero más allá de estos chismes me parece mucho más divertido escuchar su pequeña serenata Eine kleine Nachtmusik K. 525.

    A García Márquez habrá que juzgarle, sobre todo, por su obra. Tuvo la suerte de ser ‘descubierto' por la competente agente literaria Carmen Balcells que se lo trajo a Barcelona, donde Gabo conocería a la ‘gauche divine'. De ahí que los ‘progres' del Sistema lo hayan ‘totemizado' y organizado unos funerales tal vez desproporcionados como pretexto para el lucimiento propio. En cualquier caso, de la primera edición de ‘Cien años de soledad' ya se habían vendido 8.000 ejemplares en 15 días. Es decir, que un genio habitaba dentro del escritor de Aracataca.


    ¿Es un pecado escribir un libro que conozca el éxito y tiradas millonarias y reporte pingües ingresos al escritor? ¿Cobrar los correspondientes derechos de autor es una muestra de ‘auri sacra fames', de desmedido afán por el dinero, como afirma Narbona? ¿Acaso estamos hablando de un banquero, de un tiburón de las finanzas, de un estafador de humildes ahorradores, de un constructor analfabeto que se forró especulando con terrenos?

    Un poco de sentido común, por favor. Estamos hablando de alguien habitado por un genio y al que sonrió la Fortuna. También admiramos los escritos del cordobés Lucio Anneo Séneca. Y no se nos ocurre decir un dato cierto: que era un millonario de su época.

    (sigue..)

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    1. (...continúa)

      Critica también Narbona que Gabriel García Márquez se codeara con muchos gobernantes. No los fue a buscar, sino que fueron ellos, muchos dirigentes políticos, Fidel Castro entre ellos, los que lo invitaron queriendo adornar su mandato con la aureola del Nobel de Literatura. ¿Qué periodista, y Gabo lo era, se habría resistido a aceptar una invitación que le permitiera husmear en los entresijos del poder?

      Precisamente, en el modestísimo homenaje a Gabo en este blog, he elegido un texto no de ficción literaria como muestra de su sensibilidad ante las cuestiones sociales. Y termino con un apunte sobre el dramático episodio conocido como La matanza de las bananeras.

      Establecida en el departamento del Magdalena, en Colombia, la compañía estadounidense United Fruit explotaba 58.000 hectáreas de tierra, la mayoría usurpada a sus legítimos propietarios, dedicadas al cutivo del banano. Sus 25.000 trabajadores recibían salarios miserables pagados con vales que sólo podían ser descontados en su comisariato (almacén) del cual eran invariablemente deudores.

      En 1928 la Unión de Trabajadores del Magdalena reclamó modestas reivindicaciones que fueron rechazadas por Thomas Bradshaw, el despótico gerente de la United Fruit. El gobierno implantó el estado de sitio en la región. En la mañana del 6 de diciembre los trabajadores congregados en la playa de Ciénega, junto con sus esposas y sus hijos, fueron asesinados con saña. Más de mil muertos es el saldo de esta jornada sangrienta.

      Antes de resultar asesinado él mismo, el diputado Jorge Eliécer Gaitán denunció el crimen en el parlamento colombiano: "Los heridos son rematados con las bayonetas. Ni el llanto ni la imploración, ni el correr de la sangre conmueve a estas hienas humanas... Los muertos son luego transportados en camiones para arrojarlos al mar y otros son enterrados en fosas previamente abiertas. Pero digo mal: se entierra no sólo a los muertos, se entierra también a los vivos que estaban heridos. No basta la imploración para que no se les entierre vivos."

      Pues bien, esta terrible matanza está recogida en ‘Cien años de soledad'. Y quien se moleste en leer sus memorias, sabrá porqué.
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      Sobre este asunto ver:
      http://www.razonpublica.com/index.php/econom-y-sociedad-temas-29/7218-la-recurrente-masacre-de-las-bananeras.html

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    2. Quedo en deuda contigo, por tu respuesta y por su rapidez.
      Gracias de nuevo

      PAQUITA

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  3. Fernando Izquierdo y Lorenzo escribió:

    Te felicito, ya está bien de ciudadanos "perfectos" , que lo son entre otras cosas porque nadie les ofreció la posibilidad de dejar de serlos. Me gustaria saber como habrian reaccionado ésta tropa si hubieran vivido una vida paralela a la que vivió Gabo. Para éste tipo de personajes inmaculados seguro que también tiene alguna "mancha" hasta el propio Presidente de Uruguay, Sr Múgica...

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