domingo, 12 de abril de 2020

Una renta garantizada ante cualquier emergencia


Crece por días el clamor que pide algún tipo de renta mínima para las amplias capas de la población que han perdido su fuente de ingresos por el Covid19. El Gobierno debe aprobar, cuanto antes, esa ayuda puntual. Pero el día siguiente a la catástrofe habrá que pensar en consolidar esa renta creada por el apremio en una renta inspirada en criterio idéntico al que guía los servicios de emergencia, es decir, una renta prevista con antelación. Porque esta pandemia podría no ser la última y además es muy posible que debamos enfrentarnos a otros desastres globales derivados de la crisis climática. Y la respuesta está en la Renta Básica Universal.

En tiempos de tribulación no hacer mudanza. Tal era el consejo que Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, daba a los nuevos miembros de la Compañía para que se mantuvieran prestos a resistir los embates de sus enemigos políticos y eclesiásticos. Consejo que, por lo que estamos viendo, no les sirve a los más conspicuos neoliberales del país. En estos tiempos de desolación vírica, se apresuran a hacer mudanza de la fe socioeconómica que con tanta devoción han profesado. Y ahora, piden a grandes voces la intervención del Estado. 

Muy poco convencidos de las bondades del modelo económico que propugnaban debían estar estos adalides de la privatización a ultranza para dar tal giro ideológico. Pues, de la noche a la mañana, estos recalcitrantes detractores de los sistemas de protección social, y en concreto enemigos declarados de la idea de proporcionar un ingreso garantizado a toda la ciudadanía, reclaman ahora el establecimiento de una renta de emergencia. 

Dice un adagio de los creyentes que arrepentidos los quiere Dios. Así que a quienes venimos defendiendo la Renta Básica Universal (RBU) desde hace décadas nos convendría correr, al menos temporalmente, un tupido velo sobre las farisaicas diatribas que nos dedicaron estos saulos antes de caerse del burro. Que ni a la categoría de caballo llegaban las críticas sobre las que cabalgaban. A cambio, ofrezcamos a los conversos la mejor de nuestras bienvenidas al seno del activismo contra la pobreza.  

En efecto, aprovechando del enemigo el consejo, los defensores de la RBU deberíamos apoyar sin reservas el establecimiento inmediato de esa renta de emergencia. Un ingreso destinado a atender de manera incondicional a todas las personas que hayan perdido su fuente de ingresos como consecuencia de los trastornos productivos generados por el Covid19.



Eso no significa renunciar a la mayor, es decir, al ingreso garantizado (guaranted income) con carácter universal. Sino aprovechar la inercia del movimiento contrario para proponer a la sociedad la conveniencia de consolidar en el sistema de protección social una auténtica renta garantizada ex ante que evite tener que acordarse de Santa Bárbara cuando truena. Porque ¿qué hacemos con quienes ya se encontraban carentes de ingresos antes de la propagación del virus? ¿Qué solución damos a quienes ya estaban instalados en la precariedad?

Atender sin mayor tardanza, aquí y ahora, la emergencia social planteada por la pandemia del Covid19 implica aparcar las diversas creencias ideológicas —que al fin y al cabo son como los sueños— y ponernos de acuerdo en lo material y tangible. Es preciso alcanzar un pacto social y político para establecer de inmediato esa renta de emergencia que pronto será una necesidad acuciante de miles y miles de ciudadanas y ciudadanos de España, cuyo Estado tiene la obligación constitucional de no dejar desatendidas en caso de privación de sus ingresos. 

Pero ¿qué pasará el día después? En ese deseado momento en el que felizmente podamos decir que se ha superado esa terrible pandemia —para la que nuestro sistema público de salud no estaba más que medianamente preparado— los sanitarios recuperarán su ritmo normal de atención, los equipos de protección civil volverán a sus bases y los militares a sus cuarteles. Y hasta puede que los políticos retornen a la palestra con unos modales menos agresivos y más constructivos.  

Será el momento de consolidar esa renta imperfecta, mejor o peor creada por el apremio de la catástrofe, en una renta preventiva. Pensada con un criterio idéntico al que guía los servicios de emergencia, es decir, una renta prevista con antelación. Pues el sentido común nos avisa de que esta pandemia podría no ser la última, y que es muy posible que debamos enfrentarnos a otros desastres globales derivados de la crisis climática.

Una convicción generalizada entre los bomberos forestales sostiene que los incendios se apagan en invierno. En la práctica, esto significa que es durante la estación fría cuando hay que realizar las labores de limpieza de bosques para retirar al máximo el exceso de restos de poda, arbustos, etc. con el fin de reducir la masa combustible potenciadora de la intensidad del fuego en caso de incendio estival.  


Esa precaución de los forestales responde a la empírica noción de que es mejor prevenir que curar. Por ello, existen sistemas y cuerpos civiles o militares cuya misión es la de actuar en situaciones de otros tipos de emergencias. Estas unidades no se improvisan de la noche a la mañana cuando surge una catástrofe, sino desde mucho antes. Encuadradas en sus sedes o cuarteles. Todas ellas están dotadas del equipo y material adecuado para hacer frente a las características de los accidentes o desastres en los que están llamados a intervenir.

Por definición, todos los sistemas de emergencia deben estar preparados antes de que se produzca la contingencia a la que deben hacer frente. Un barco se hace a la mar provisto de botes de salvamento, en previsión de naufragio. Los grandes edificios disponen de escaleras de evacuación en caso de incendio y los ascensores llevan frenos contra situaciones imprevistas. Determinadas instalaciones de servicios públicos o privados están dotadas de grupos electrógenos que entrarán en funcionamiento en caso de corte del suministro eléctrico. Y hay extintores de fuego por doquier.

En contraste, existe una gran laguna en lo que se refiere a la prevención de ese otro tipo de catástrofe personal que se produce cuando una persona, por una serie de circunstancias ajenas a su voluntad, pierde sus medios de subsistencia. Medios que, en las sociedades nucleadas en torno a la centralidad del trabajo, van íntimamente ligados al empleo por cuenta ajena. 

Para una persona asalariada, perder su empleo por causa de despido o por la demostrada ineficacia del mercado para proporcionar empleo digno, equivale a un naufragio en las turbulentas aguas de un océano social basado en la competencia entre todos los individuos por los recursos disponibles. Comparado con un naufragio marítimo, el actual sistema de rentas mínimas asistenciales equivale a arrojarle al náufrago un chaleco salvavidas cuya flotabilidad se perderá al cabo de poco tiempo
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Asignar a todo el mundo una renta garantizada ex ante sería mucho más eficaz, en términos de ahorro de sufrimiento social y complejidad administrativa, que las ayudas ex post a la indigencia que hoy, con gran cicatería, conceden los servicios sociales a la gente que demuestra haber caído en situación de pobreza. Ayuda que sólo se concede  tras someter al solicitante a humillantes procedimientos de investigación administrativa que confirmen que no dispone de medios suficientes para vivir. Y mientras se resuelve es expediente, la necesidad acucia a la persona.

La cruda realidad demuestra una evidencia: llevamos décadas experimentando fórmulas asistenciales de ayudas a la pobreza cuya incapacidad se manifista en el hecho de que esta lacra social sigue existiendo. Y entre otras causas del fracaso, no debe olvidarse la perversa tautología del principio para el que están establecidas: esas ayudas justifican su vigencia en el hecho de que siga habiendo pobres para, una vez comprobada su triste circunstancia, concederles una “renta de inserción”. ¡El sistema necesita que haya pobres para concederles el auxilio!

La mayor parte de los prejuicios ideológicos contra la idea del ingreso garantizado hace tiempo que cayeron por su propio peso. La sospecha de que la RBU sería un incentivo para la holgazanería, que era la principal de las objeciones, ha sido desmontada por el propio modelo productivo de nuestros días, que ha revelado su incapacidad para suministrar a toda la población esa mercancía o artefacto social denominado empleo. Y que es muy diferente de la potencialidad del ser humano para trabajar por sí mismo o por medio de las máquinas que ha inventado. 
  
Al igual que la democracia, pese a todos sus defectos, elimina al menos los males producidos por las dictaduras, el ingreso garantizado abre ante la mayoría de la población un horizonte de libertad real al evitar que una persona se vea sometida a la opresión producida por la falta de recursos materiales para llevar una vida digna. 

Puesto que todas las demás soluciones han demostrado conducir a un callejón sin salida, sobre todo a esa juventud que integra masivamente las filas del precariado, la propuesta del ingreso garantizado es uno de los ejes sobre los que ha de girar el nuevo contrato social que, más pronto que tarde, será preciso establecer para equilibrar la devastación causada por las políticas de la globalización neoliberal. Y se está haciendo tarde en el escenario social.

Hoy, cuando en el proceso desesperado de frenar la pandemia se han hecho tantas analogías con una guerra, me viene a la memoria cierta afirmación de Victor Hugo:  “Ningún ejército puede detener una idea a la que le ha llegado su momento”. Y eso es aplicable a la Renta Básica Universal. 

Si en esta situación de auténtica emergencia sanitaria y social que atraviesa España, los partidos políticos con ambición de gobierno renuncian a establecer un pacto de Estado introduciendo una medida que ya ha calado con fuerza en la sociedad civil tan sólo habrán conseguido demorar en el tiempo el sufrimiento de miles de personas que experimentan la pobreza en su cotidianidad y ven frustrado su proyecto de vida.

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