Hablar de cajeros automáticos es una manera de simbolizar las gasolineras, autoservicios, etc. es decir, todas aquellas instalaciones donde efectuamos un trabajo invisible y no remunerado. Pues el mundo de los negocios ha ideado estrategias para que sigamos trabajando a favor de las grandes empresas incluso cuando creemos estar alcanzando la gloria al consumir bienes y servicios.
Veamos un caso típico: el del ciudadano “integrado” que, tras trabajar de manera incansable ocho horas de lunes a viernes, dedica el fin de semana a realizar compras en un centro comercial. La secuencia de sus pasos viene a ser la siguiente:
El sábado obtiene dinero en efectivo de su cuenta corriente a través de un cajero automático.
Entra en una estación de venta de carburantes en régimen de autoservicio y, manejando él mismo la manguera, llena el depósito de su automóvil.
Pasa la tarde en el centro comercial. Recorre los pasillos del hiper de alimentación recolectando los productos que necesita. O que no necesita pero le hacen guiños desde las estanterías. Nuestro consumidor va colocando los productos en el carrito que empuja con destreza procurando no chocar con el resto de carritos. Luego guarda cola ante la caja hasta que llega su turno de sacar los productos del carrito para colocarlos en la cinta transportadora que los pone ante las narices de la cajera. Según ésta los va registrando, el consumidor los empaqueta en bolsas, los vuelve a meter en el carrito, que empuja hasta el aparcamiento donde dejó el coche. Ahora vuelve a sacar los productos del carrito para guardarlos en el maletero del coche, donde puede ya considerarlos de su entera propiedad. Antes de abandonar el recinto comercial, dócilmente lleva el carrito hasta el lugar donde se apilan éstos, ya que no hacerlo le supondrá perder el euro que previamente hubo de colocar en el dispositivo que desbloquea la cadena que une cada carrito al siguiente.
Una vez terminado el avituallamiento alimentario, vuelve a repetir el ciclo de cargas y descargas en el hiper de mobiliario prefabricado del que sale triunfante autotransportando un gran volumen de piezas embaladas.
Al día siguiente, domingo, día del Señor, se arma de paciencia, desembala los diversos componentes prefabricados y de manera más o menos sencilla los va ensamblando hasta conseguir armar un mueble que contempla con orgullo de consumado ebanista.
Si se exceptúa esta pequeña satisfacción final, este proceso de compra no es precisamente un placer ni un derroche de glamour. La imagen cinematográfica de la elegante dama que va de compras seguida por un criado que transporta los paquetes no tiene nada que ver con la del consumidor que llega a un centro comercial vestido con atuendo deportivo. En realidad, con ropa de trabajo, pues si por algo resulta cansina ese tiempo de compra es por el trabajo que supone efectuarla. El individuo prototípico de la sociedad de consumo, al cabo de cinco días a la semana durante los cuales ha vendido su tiempo como productor asalariado, al pretender ejercer como consumidor, ha seguido trabajando para el fabricante de forma inadvertida. Es un prosumidor.
El prosumidor (productor-consumidor)es un término acuñado por Alvin Toffler para referirse a la doble función desempeñada por el consumidor que, a través del acto de adquisición de un bien o servicio, contribuye a desarrollar directa o indirectamente alguna fase del proceso de producción de dicho bien o servicio. El ejemplo más claro lo ofrecen los autoservicios, es decir, aquellos sistemas de venta en los que se disponen los artículos al alcance del comprador, que los va tomando por sí mismo y paga al salir. El sistema es característico de grandes superficies de distribución, gasolineras y restaurantes. Los cajeros bancarios automáticos entran dentro de esta categoría.
Do it yourself (“hágalo usted mismo”). Organización del sistema productivo que delega la ejecución de una parte del trabajo en el consumidor, ahorrando así mano de obra directa. Las actividades de bricolaje casero están dejando de ser una simple afición de fin de semana para convertirse en una auténtica industria de autoproducción a domicilio. Pintar las paredes, arreglar la grifería o la instalación eléctrica de una vivienda ha dejado de ser un secreto reservado a los profesionales. Cada vez es mayor el número de personas que efectúa las reparaciones de su hogar o de su automóvil. Para ello, los fabricantes de herramientas han puesto al alcance del público una amplia gama de utensilios de fácil manejo.
Asimismo, industrias como la del mobiliario han estandarizado sus procesos de fabricación de tal forma que el producto no se entrega totalmente montado al cliente, sino como una colección de piezas que el comprador se encargará de armar en su casa. Al efectuar directamente una fase del proceso de acabado y transporte final, el prosumidor consigue el mueble a un precio más barato. Sin embargo, lo que no está tan claro es que de esto se obtenga un mayor beneficio para el conjunto de la sociedad.
De esa lógica individual del prosumidor no resulta automáticamente un beneficio para la sociedad, pues con su acción colabora a la destrucción de empleo en las fábricas. Considerado desde un punto de vista macroeconómico, la suma del beneficio individual de los particulares, en forma de ahorro en el precio, es irrelevante cuando se compara con el gran ahorro que obtienen las empresas eliminado empleo fijo y los consiguientes derechos sociales (vacaciones, cotizaciones para la jubilación, etc.) de los trabajadores.
Para más inri, el prosumidor ha trabajado para el fabricante a un precio irrisorio . Igual que cuando el ciudadano, llevado por un sentido medioambientalista, procede a la separación de los residuos sólidos urbanos y al transporte selectivo hasta los contenedores específicos de vidrio, papel, materia orgánica, etc. Es una buena conducta cívica de la que se benefician los fabricantes. Que no sólo obtienen materias primas a coste “0”, sino del producto del trabajo gratuito realizado por cada persona durante la selección de residuos.
La variante del “sírvase usted mismo” utilizada por bancos, gasolineras y grandes superficies organizadas en régimen de autoservicio no siempre garantiza un ahorro al cliente. El prosumidor realiza una parte del trabajo que anteriormente era efectuado por un asalariado. Y por lo general lo hace de forma gratuita, pues todavía no se ha visto el caso de un banco que pague una bonificación al cliente que retira dinero de su cuenta en un cajero automático en lugar de hacerlo en ventanilla.
El caso de la banca raya en el gangsterismo pues, para empezar, cobran al cliente por entregarle esa tarjeta de plástico sin la cual no podría ¡disponer de su propio dinero!. Luego, por usarla, pagará un sobreprecio en los productos debido a la comisión que el banco cobra al comerciante detallista y que éste transfiere al consumidor.
En abril de 2006, la comisaria de Competencia de la Unión Europea, Neelie Kroes, denunciaba que gran parte de los enormes beneficios de los bancos se obtienen con la gestión de las tarjetas de pago (crédito y débito) en el mercado europeo. En la situación actual, señaló Kroes, “los bancos fijan unas comisiones, del 2,5% de media, que actúan como un impuesto sobre las ventas que encarece los precios”. Más del 25% de los beneficios de los bancos proceden de esas comisiones, mientras que un usuario particular puede perder varios cientos de euros anuales por los abusos de los bancos y los emisores de tarjetas.
Una maravilla digna del retablo de Maese Pedro: mientras que desde el Parlamento hasta las más bajas tabernas se discute con ardor si el Estado debe o no cobrar impuestos, los bancos cobran lindamente y por la cara un recargo sobre cada transacción electrónica. Este recargo opera exactamente de la misma manera que lo haría un impuesto adicional sobre el consumo: encareciendo el producto final que paga el consumidor. Pues bien, esa opinión pública que tanto se solivianta a la hora de pagar impuestos ni se inmuta cuando la clientela de los bancos —prácticamente toda la ciudadanía— abona a diario y con gran mansedumbre este impuesto extraoficial que va a parar a la cuenta de ganancias de la banca, y no a las arcas del Estado.
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Y el impuesto siempre obligatorio sin rebajar nunca, del 'canon digital' generalizado sobre nuestras herramientas informáticas para los de la SGAE...
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