miércoles, 11 de junio de 2014

Del deber de la desobediencia civil

Del deber de la desobediencia civil es el título de una conferencia escrita por H. D. Thoreau y publicada en 1848. En ella explica los principios éticos que guían la desobediencia civil que él mismo puso en práctica: en el verano de 1846 se negó a pagar sus impuestos, lo que motivó su detención y encierro en prisión.

Con perplejidad, hartazgo e indignación la ciudadanía española asiste al fracaso del Sistema político e institucional vigente desde la Transición a la democracia. Se convocan cientos de manifestaciones de protesta cuyos participantes corean al unísono: Oé, oé, oé, lo llaman democracia y no lo es. Un eslogan lapidario acompañado de una coda que resuena con la contundencia de un redoble de tambor: Que no nos representan, que no, que no, en alusión a la cada vez más desprestigiada clase política profesional. Hemos llegado a un punto en el que, posiblemente, a las ciudadanas y ciudadanos conscientes de la gravedad de la agresión a nuestros derechos ya no nos queda otro recurso que el de la desobediencia civil.

El 6 de diciembre de 1978, el texto de la Constitución consensuada entre las fuerzas políticas del momento fue refrendado por la mayoría del censo electoral. Era el punto de partida para que la democracia se convirtiera en la forma política que debía asegurar la convivencia social tras la ominosa dictadura de la derecha franquista. Treinta y cinco años después, las estructuras democráticas creadas en la Transición ofrecen claras señales de agotamiento y una miríada de corruptos se ha infiltrado y corrompe los pilares del Estado.

Esto se produce cuando el huracán de la crisis económica desatada golpea a España con especial intensidad, pues por sus viejas tierras prolifera y campa a sus anchas una peligrosísima plaga de malhechores que arramblan con cuantos bienes de titularidad pública encuentran a su paso. Entre ellos los de la Sanidad y Educación públicas, bienes esenciales para asegurar la solidaridad y la igualdad de oportunidades. Destrozan asimismo las leyes que garantizan derechos sociales básicos en materia de salarios, condiciones laborales y pensiones dignas.

Cuando una plaga de facinerosos asola una ciudad, cometiendo toda suerte de tropelías, lo normal es que sus habitantes, alarmados, eleven la mirada hacia los gobernantes del Estado para que organicen los oportunos servicios de vigilancia y extinción del bandidaje. En el caso que nos atañe, una ciudadanía estupefacta e indignada comprueba que las autoridades hacen la vista gorda ante la delincuencia. Ya que, en muchos casos, el saqueo de arcas e instituciones públicas se está produciendo desde el interior de las propias estructuras del Sistema teóricamente llamado a representar la voluntad soberana del pueblo.  

Hablamos de gente investida con una dignidad o cargo importante, conferido por la voluntad de las urnas, que aprovecha ese cargo retribuido con dinero del contribuyente para desmantelar servicios públicos esenciales y entregarlos a negociantes privados. Vampiros antisistema que desangran las arcas de la Hacienda Pública en beneficio de los banqueros cuyos manejos delicuenciales causaron la actual crisis económica. Pero los gobernantes y parlamentarios, presuntos representantes del pueblo, están más atentos a conceder indultos a banqueros convictos y amnistías fiscales al defraudador y al corrupto, que a poner coto a la cadena de desahucios contra la gente que, agobiada por la crisis, no puede pagar la hipoteca de su vivienda.

Pues ni el Parlamento ni el Gobierno —no digamos la Jefatura del Estado, máximo cargo público que, paradójicamente, lo ostenta en régimen de monopolio una sola familia— han hecho nada para impedir la insostenible situación social que atraviesa España. Un país donde se cuentan por millones las personas condenadas a malvivir en la pobreza por causa del paro y de los recortes, brutales y a golpe de Decreto-Ley, de salarios, pensiones y prestaciones por desempleo.

¿Significa eso que estemos condenados por un fatal destino a languidecer en el abandono y en la resignada aceptación de la servidumbre voluntaria? Nada de eso, pues tenemos una vía alternativa. Antes de llegar al ejercicio de esa última ratio encarnada en el “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”, recogido en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la historia política ha desarrollado y puesto a nuestro alcance una penúltima ratio: la desobediencia civil.

El primer argumento para obedecer una ley se refiere a la legitimidad del gobierno que exige su cumplimiento. Habitualmente, se entiende que un gobierno es legítimo cuando es democrático, esto es, cuando su poder emana de la soberanía popular. Al menos eso es lo que mantiene la “teoría del consentimiento”, debida esencialmente a John Locke: un gobierno adquiere su legitimidad cuando su origen responde al consentimiento de los gobernados. Estos, en consecuencia, tienen el deber de obedecerlo porque “han consentido” su mandato. La obligación de obedecer la ley será entonces similar a la obligación de cumplir una promesa.

Visto así, la obediencia a la ley sería la contrapartida de un pacto. El último gran pacto social fue el representado por el Estado del Bienestar. De inmediato surge una cuestión clave: ¿qué debemos hacer cuando el Gobierno rompe ese pacto?

El segundo argumento para prestar obediencia a las leyes concierne a la utilidad de las mismas. Lo que afecta de lleno a otra cuestión crucial: ¿Qué utilidad pública —para el pueblo— se desprende de leyes que privatizan los servicios públicos de Salud; de leyes que reducen las condiciones laborales a los tiempos de la servidumbre; de leyes que permiten expulsar a gente de sus viviendas en beneficio de los bancos? ¿Acaso son útiles para la Nación las leyes que conceden amnistía fiscal a los defraudadores que se llevan sus ganancias fuera de nuestras fronteras?

El derrumbe de los pilares del Estado del Bienestar no se produce por un fracaso técnico del mismo. Es el fruto espurio de la inmoralidad y deslealtad de los dirigentes y administradores del Sistema, más dados a hablar de libertad que a garantizarle a las personas su derecho a la existencia libre de trabas. Es cierto que hay una profunda crisis económica causada por el mundo financiero, pero no es menos cierto que esta crisis se ha visto agravada por la incomparecencia de la política. 


En las calles hay semáforos y señales para regular el tráfico rodado, y nadie piensa que ello suponga alguna merma de su libertad. ¿Por qué habría de suponer un quebranto para las libertades ciudadanas el hecho de que se pusieran semáforos a la circulación del dinero destinado a inversiones no productivas? Es decir, a la especulación pura y dura. Pero los gobernantes elegidos por el pueblo no sólo no han regulado las actividades económicas. Han ido mucho más allá, concediendo a la banca astronómicos préstamos avalados por la Deuda Pública. Una deuda que el Estado habrá de pagar con el dinero obtenido de los impuestos. Y que el Gobierno sólo sabe cargar sobre las espaldas de los ciudadanos cuyo voto, por activa o por pasiva, le permite gobernar.

Entonces, ¿debemos seguir pagando impuestos cuando los ingresos fiscales se destinan a fines detestables? ¿Debemos obedecer leyes promulgadas en flagrante violación del pacto social? ¿Debemos prestar obediencia a unas autoridades que se conducen de manera inmoral?

En tales circunstancias, el primer y sacrosanto deber moral, ético y político de la persona consciente de sus derechos es negarse civilmente a obedecer esas leyes que fueron paridas en el lecho de la más absoluta ilegitimidad.

En el verano de 1846, el ciudadano estadounidense Henry David Thoreau fue detenido y encerrado en la cárcel local de Concord (Massachussets) por negarse a pagar el poll tax, o contribución urbana. Adujo, entre otras razones, su negativa a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustas. Refiriéndose en concreto a la que en aquel momento había declarado Estados Unidos a Méjico. A raíz de este episodio escribió Resistance to Civil Government, cuyo texto adaptaría más adelante a una conferencia Sobre el deber de la desobediencia civil. Tras sucesivas correcciones, en 1866 se publicó como un ensayo con el título definitivo de Desobediencia Civil.

En dicha obra, Thoreau plantea el derecho a la desobediencia desde la perspectiva de un radicalismo democrático “a la americana”, en la línea de Alexis de Tocqueville. En esa época los americanos del norte se sienten “progresistas” y orgullosos de su revolución, pionera en el establecimiento de los derechos civiles proclamados en su Constitución. Precisamente, uno de los reproches que Thoreau dirige a sus compatriotas será el haber dejado adormecer el espíritu en brazos del conformismo material, olvidando ejercer el saludable derecho a rebelarse contra el Orden Establecido

Dharana es un sello editorial que acaba de hacer un gran esfuerzo para poner al alcance del gran público, a un precio asequible, esta obra del pensamiento filosófico y político cuya lectura resulta imprescindible para toda persona deseosa de poner coto a la gran iniquidad que asola España. El libro, con prólogo del autor de este blog, se puede adquirir en Madrid en las librerías Dharana y La Malatesta y también por Internet, al precio de ocho euros, con gastos de envío incluidos a través de este enlace.



1 comentario:

  1. Gracias querido Cive... Un gran e inspirador libro necesario para los tiempos que corren...

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